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Carne y soberanía. El Fogón Soberano. E1/20

Del brahmanismo Hindú hasta Davos: una historia del control nutricional y la debilitación deliberada de los pueblos.

29/12/2025

Por Elio Guida

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Una serie de 20 Ensayos sobre nutrición y alimentación como el primer recurso estratégico de los pueblos.


BLOQUE I: EL CASO ARGENTINO | Ensayo 1/20


Carne y soberanía


Por Elio Guida

Rosario, Argentina – Diciembre 2025




I. EL ASADO COMO ACTO FUNDACIONAL


Hay un momento en la vida argentina que ninguna teoría política puede capturar completamente, pero que todo argentino reconoce como propio: el momento en que la carne toca la parrilla. El carbón o la leña crepitando, el aroma que invade el aire, esa espera compartida alrededor del fuego. No es solo comida. Es ritual. Es identidad. Es, en el sentido más profundo de la palabra, un acto político.

Porque hacer un asado en Argentina no es preparar una comida. Es convocar a la comunidad. Es ejercer la capacidad de alimentar a los tuyos con lo mejor que la tierra puede dar. Es sentarse a la mesa —o en el piso, da igual— con la certeza de que lo que estás comiendo es tuyo, es nuestro, es argentino. El novillo que pasta en el campo, la sal, que como lluvia, cae sobre la carne, el fuego que la transforma. Todo eso es soberanía. Y cuando un pueblo pierde la capacidad de alimentarse así, pierde algo más profundo que una costumbre: pierde su libertad.

Pensá en cualquier domingo argentino, de hace cincuenta años. En Rosario, en La Plata, en Tucumán, en cualquier pueblo del interior. El olor a humo de leña, entremezclado con una carne asándose, salía de cada casa, de cada patio, de cada baldío donde se juntaba la gente. En la semana, el obrero metalúrgico, el maestro de escuela, el empleado de comercio, un peón rural: todos, absolutamente todos, podían hacer un asado. No era lujo. Era normalidad. Es parte de lo que significa ser argentino.

¿Y qué pasaba alrededor del fuego?

Pasaba la vida. Se discutían los problemas del barrio. Se organizaban cooperadoras escolares. Se sellaban amistades. Se peleaba por política sin dejar de ser amigos. Se transmitían oficios de padre a hijo: se aprendía cómo dar vuelta la carne en el momento justo, cómo regular la altura de la parrilla, cómo saber cuándo el fuego está listo. Esos conocimientos no se aprendían en libros, ni en coachings. Se aprendían al lado del asador. Y con ellos se transmitía algo más profundo: el sentido de pertenencia a una comunidad.

El asado era, en términos antropológicos, un espacio de construcción de capital social. Era donde se forjaban los lazos que luego sostenían todo lo demás: la solidaridad vecinal, la acción colectiva, la capacidad de organizarse para resolver problemas comunes. Sin asado, todo eso se debilita. Y cuando eso se debilita, lo único que queda es la relación vertical con el Estado o con el patrón. Ya no hay horizontalidad. Ya no hay comunidad. Solo individuos aislados que compiten entre sí por sobrevivir.

Este ensayo no es una celebración nostálgica del asado. Es una denuncia. Una denuncia contra los mecanismos —locales e internacionales, económicos e ideológicos— que durante las últimas seis décadas han trabajado sistemáticamente para arrebatarle al pueblo argentino su derecho natural a comer carne roja. Y lo han hecho con la misma lógica con la que el sistema de castas indio, hace tres mil años, privó a las masas subalternas del acceso a la proteína animal: debilitar el cuerpo para controlar el espíritu.

Porque un pueblo bien alimentado es un pueblo fuerte. Y un pueblo fuerte es peligroso para cualquier élite que busque dominar sin ser cuestionada.

Esta es la tesis central que sostendré no solo en este ensayo, sino en toda la serie que aquí comienza: el vegetarianismo impuesto —sea por razones religiosas, ambientales o económicas— es una herramienta de control social de masas. Lo fue en la India brahmánica. Lo fue en la Europa feudal. Lo fue en las plantaciones coloniales. Y lo es ahora, en la Argentina del siglo XXI.

¿Suena exagerado? No lo es. Y lo voy a demostrar con hechos, con números, con casos concretos.

Voy a mostrar cómo, entre 1960 y 2025, el consumo per cápita de carne vacuna en Argentina cayó de 100 kilogramos por año a menos de 50. La mitad. Y cómo esa caída no fue accidental, sino deliberada. Cómo gobiernos de todo signo político —militares y civiles, liberales y populistas, conservadores y progresistas— trabajaron en la misma dirección: restringir el acceso del pueblo a la carne.

Voy a mostrar cómo las narrativas que justificaron esa restricción fueron cambiando con el tiempo —primero fue “hay que exportar para traer divisas”, luego fue “la carne es cara porque la gente consume mucho”, después fue “la ganadería destruye el planeta”— pero el resultado siempre fue el mismo: menos carne en la mesa del trabajador.

Y voy a mostrar las consecuencias concretas de esa privación: anemia infantil, pérdida de masa muscular en trabajadores manuales, caída del rendimiento escolar, erosión de la vida comunitaria, y empobrecimiento cultural.

Pero sobre todo, voy a demostrar que esto no es un fenómeno nuevo ni exclusivamente argentino. Es un patrón histórico que se repite cada vez que una élite necesita controlar a una población: le quita la proteína.

El asado argentino, entonces, no es solo tradición. Es resistencia. Es el último bastión de un pueblo que se niega a ser domesticado mediante la privación nutricional. Y defenderlo no es conservadurismo culinario: es un acto de soberanía nacional.

Comencemos por los números. Porque antes de la filosofía, están los hechos. Y los hechos, en este caso, son brutales.



II. CASO 1: LA EDAD DE ORO DEL CONSUMO ARGENTINO (1900-1960)


Argentina no siempre fue un país empobrecido nutricionalmente. Hubo un tiempo —no tan lejano— en que los argentinos comían más y mejor carne que casi cualquier otro pueblo del mundo. Y no por casualidad, ese fue también el periodo de mayor movilidad social, desarrollo cultural y construcción de instituciones sólidas en la historia del país.

Los números son contundentes.

Entre 1900 y 1960, el consumo per cápita de carne vacuna en Argentina osciló entre 90 y 110 kilogramos por persona por año. Para ponerlo en perspectiva: eso equivale a unos 250-300 gramos de carne por día. Todos los días. Para cada argentino, desde el peón rural hasta el magnate porteño. Era la dieta base. No era lujo. Era normalidad.

En 1909, cuando el Centenario de la Revolución de Mayo aún estaba por celebrarse, Argentina tenía un stock ganadero de 29 millones de cabezas de ganado bovino para una población de 6 millones de habitantes. Casi 5 vacas por persona. La pampa húmeda era un océano verde donde las vacas pastaban en libertad, convirtiendo pasto en proteína de la más alta calidad sin necesidad de granos importados, sin feedlots, sin antibióticos. Era ganadería extensiva en su forma más pura y más sostenible.

Y esa carne no se quedaba solo en Buenos Aires. Llegaba a todos lados.

En los frigoríficos de Berisso —el barrio obrero por excelencia, donde convivían inmigrantes italianos, polacos, lituanos, ucranianos y criollos— un trabajador podía comprar un cuarto trasero de novillo con el salario de medio día. Medio día de trabajo = carne para una semana familiar. Esa era la ecuación. Y esa ecuación permitía que familias de seis, siete, ocho personas comieran carne cuatro o cinco veces por semana sin que eso representara un sacrificio económico imposible.

En las estancias del interior, los peones tenían como parte de su salario la comida: asado al mediodía, carne hervida a la noche. No era beneficencia. Era necesidad: un hombre que trabaja doce horas a caballo arreando ganado necesita proteína. Mucha. Y los estancieros lo sabían. Por eso, en los contratos de trabajo rural de principios del siglo XX, el acceso diario a carne era una cláusula estándar. No opcional. Obligatoria.

¿Qué significaba esto en términos prácticos para la vida de las personas?

Significaba que un trabajador de frigorífico en Berisso podía alimentar a su familia con proteína de alta calidad sin sacrificar la mitad de su salario. Significaba que un maestro de escuela rural en el interior de Corrientes podía servir carne tres o cuatro veces por semana sin ser considerado rico. Significaba que el domingo, en cualquier barrio de cualquier ciudad argentina, el olor a asado se mezclaba con el olor a asado del vecino, y del vecino del vecino, en una sinfonía olfativa que marcaba el pulso de la vida comunitaria.

El asado dominical no era solo un momento de comida: era el espacio donde se discutían los problemas del barrio, donde se forjaban alianzas políticas informales, donde se transmitían valores de generación en generación. Era el ágora griega adaptada a la realidad argentina. Y su combustible era la carne.

Pero más allá del ritual social, había una realidad biológica innegable: esa dieta alta en proteína animal estaba construyendo un pueblo físicamente robusto.

Los datos antropométricos de conscriptos argentinos entre 1900 y 1960 muestran un incremento sostenido en estatura promedio, masa muscular y resistencia física. En 1900, la estatura promedio de un conscripto argentino era de 1.65 metros. Para 1960, había aumentado a 1.72 metros. Siete centímetros en sesenta años. Ese crecimiento no es genético: es nutricional. Es el resultado directo de una dieta rica en proteína animal durante la infancia y la adolescencia.

Los índices de anemia ferropénica eran bajos. Menos del 5% de la población infantil sufría deficiencia de hierro, según los registros sanitarios de la época. La mortalidad infantil, aunque todavía alta para los estándares actuales (alrededor de 80 por mil nacidos vivos en 1900), venía en descenso constante y llegó a 60 por mil en 1960. Y la esperanza de vida al nacer había pasado de 40 años en 1900 a 65 años en 1960.

Estos avances no fueron casuales. Fueron el resultado directo de una dieta rica en proteína animal de alta calidad durante la infancia y la adolescencia. La carne provee nutrientes esenciales que ninguna otra fuente alimentaria puede replicar con la misma eficiencia—un hecho que volveremos a examinar con detalle más adelante.

Dicho de otro modo: una nación que come carne es una nación que puede trabajar, pensar y resistir.

Y Argentina, en ese periodo, podía hacerlo.

Pero la abundancia de carne no era solo para el consumo interno. Era también el motor de la economía exportadora que hizo de Argentina, entre 1880 y 1930, una de las diez economías más ricas del mundo. Los frigoríficos británicos y estadounidenses —Swift, Armour, Anglo— se instalaron en el Gran Buenos Aires y en Rosario porque Argentina tenía lo que el mundo quería: carne de calidad a precios competitivos.

En 1910, Argentina exportaba 400,000 toneladas de carne enfriada y congelada. Gran Bretaña era el principal comprador. La carne argentina alimentaba a los obreros de Manchester, a los mineros de Gales, a los soldados del Imperio. Y las divisas que generaba esa exportación financiaban ferrocarriles, puertos, escuelas, hospitales. Era un círculo virtuoso: la ganadería generaba riqueza, esa riqueza se invertía en infraestructura, y esa infraestructura permitía más ganadería.

Pero —y esto es crucial— la exportación no vaciaba el mercado interno. Se exportaba el excedente. Primero se alimentaba al pueblo argentino, luego se vendía al resto del mundo. Era una lógica de abundancia, no de escasez administrada.

Los frigoríficos tenían dos líneas de producción: una para exportación (cortes premium, enfriado, empaque especial) y otra para consumo interno (cortes populares, venta local, menor precio). El mercado interno era rentable porque el volumen compensaba el menor margen. Y los productores no tenían incentivos para desabastecerlo, porque la demanda estaba garantizada y los precios eran estables.

Además, el Estado regulaba. No con controles asfixiantes, sino con reglas claras. Las Juntas Nacionales de Carnes (creadas en los años 30) establecían cupos de exportación que debían respetar los niveles mínimos de abastecimiento interno. Si el stock ganadero caía, se reducían las exportaciones. Primero el pueblo, después el mercado externo. Esa era la lógica.

¿Quiénes eran los grandes beneficiarios de este modelo?

No solo los terratenientes. También los trabajadores.

En los frigoríficos de Berisso, a principios del siglo XX, trabajaban más de 10,000 obreros. Eran empleos duros, con jornadas largas y condiciones insalubres. Pero eran empleos. Y pagaban. Y además, los trabajadores tenían acceso directo a la carne: parte del salario se pagaba en especie. Un trabajador de frigorífico podía llevar a su casa, todas las semanas, varios kilos de carne. No las sobras. Carne de calidad.

Eso generaba una cultura obrera particular. El obrero frigorífico no era un obrero famélico. Era un obrero fuerte, organizado, consciente de su valor. Y cuando llegaba el momento de reclamar mejores condiciones laborales, tenía la energía física y mental para hacerlo. No es casualidad que Berisso haya sido uno de los núcleos más combativos del movimiento obrero argentino.

Un trabajador bien alimentado es un trabajador que puede organizarse. Puede asistir a asambleas después de doce horas de trabajo. Puede leer el periódico obrero. Puede pensar estrategias colectivas. Un trabajador desnutrido, en cambio, solo puede sobrevivir.

Ese es el punto político central que las élites siempre han entendido, aunque no lo digan en voz alta.

La ganadería, además, tenía un efecto distributivo en el territorio. Porque una vaca necesita pasto, y el pasto crece en lugares donde no se puede cultivar trigo o maíz intensivamente. Por eso, la ganadería permitía que familias pequeñas y medianas tuvieran un medio de vida digno en zonas marginales: el oeste de Buenos Aires, el sur de Córdoba, La Pampa, Corrientes, Entre Ríos. No eran los mejores campos, pero alcanzaban para criar vacas. Y criar vacas alcanzaba para vivir.

Esa lógica comenzó a cambiar en la década de 1960. Y el cambio no fue espontáneo. Fue deliberado.


III. CASO 2: EL INICIO DE LA RESTRICCIÓN (1960-1990)


¿Qué pasó en 1960?

Pasó que las élites económicas y políticas argentinas —influenciadas por organismos internacionales y por una nueva clase de tecnócratas desarrollistas— decidieron que el modelo anterior era “ineficiente”. Que Argentina no podía “darse el lujo” de consumir internamente tanta carne cuando esa carne podía generar divisas en el exterior. Que había que “racionalizar” el consumo doméstico para maximizar la exportación.

En otras palabras: decidieron que los argentinos debían comer menos para que otros comieran más. Y cobraran ellos las ganancias.

Esta decisión no cayó del cielo. Tuvo contexto, tuvo promotores, tuvo mecanismos concretos.

El contexto era el siguiente: Argentina venía de la crisis económica de 1958-59, con alta inflación, caída de reservas y presión de acreedores externos. El gobierno de Arturo Frondizi (1958-1962) implementó un plan de estabilización diseñado por el Fondo Monetario Internacional. El objetivo era simple: reducir el déficit fiscal, controlar la inflación, y aumentar las exportaciones para generar divisas que permitieran pagar la deuda externa.

¿Y cuál era uno de los rubros exportables más importantes? La carne.

Entonces, el FMI recomendó —y el gobierno argentino aceptó— una política de “liberalización” del mercado de carnes. En la práctica, esto significaba dos cosas:

  1. Eliminación de controles de precios internos: La carne podía subir de precio libremente en el mercado argentino.
  2. Estímulo a la exportación mediante tipos de cambio favorables: Los exportadores de carne recibían más pesos por cada dólar que traían, lo que hacía más rentable vender afuera que adentro.

El resultado fue inmediato y previsible: la carne se encareció en Argentina. Entre 1960 y 1963, el precio de la carne en el mercado interno subió un 180%, mientras que el salario real solo aumentó un 40%. En términos prácticos, esto significaba que un trabajador que antes podía comprar 10 kilos de carne con su salario semanal ahora solo podía comprar 6.

Las protestas no se hicieron esperar. En 1962, hubo huelgas y manifestaciones de sindicatos obreros exigiendo “carne a precio popular”. El gobierno respondió con represión y con un discurso que se volvería recurrente en las décadas siguientes: “El problema no es el precio de la carne, el problema es que los argentinos consumen demasiado.”

Vuelve a leer esa frase. “Los argentinos consumen demasiado.”

Era la primera vez que se culpaba al pueblo por alimentarse bien. Y no sería la última.

Pero el gobierno de Frondizi cayó en 1962 por un golpe militar. ¿Cambió algo con los militares? No. De hecho, empeoró.

Durante el gobierno de facto de Juan Carlos Onganía (1966-1970), la política ganadera se radicalizó. Onganía era un nacionalista católico en lo discursivo, pero un desarrollista ortodoxo en lo económico. Su ministro de Economía, Adalbert Krieger Vasena, implementó un plan que incluía:


  • Devaluación del peso: Para hacer más competitivas las exportaciones, incluida la carne.
  • Congelamiento de salarios: Para “controlar la inflación”, lo que en la práctica significaba que los trabajadores no podían recuperar poder adquisitivo.
  • Reducción de aranceles a la importación de insumos agrícolas: Para fomentar la “modernización” del campo, lo que favoreció a los grandes productores sobre los pequeños.

El efecto combinado de estas medidas fue devastador para el consumo interno de carne. Entre 1966 y 1970, el consumo per cápita cayó de 85 kg/año a 72 kg/año. Una caída de 13 kilos en cuatro años.

Y mientras tanto, las exportaciones aumentaban. En 1969, Argentina exportó 600,000 toneladas de carne, un récord histórico. Pero el pueblo argentino comía cada vez menos.

Las organizaciones obreras respondieron con el Cordobazo de mayo de 1969, una insurrección popular que comenzó como protesta contra las políticas económicas del régimen y terminó derrocando a Krieger Vasena. Pero el modelo exportador ya estaba consolidado. Los ministros cambiaban, las políticas continuaban.

Durante los gobiernos peronistas de 1973-1976, hubo intentos de revertir la tendencia. El gobierno de Héctor Cámpora y luego el de Juan Domingo Perón implementaron controles de precios sobre la carne y cupos de exportación más estrictos. La idea era garantizar abastecimiento interno a precios accesibles.

Funcionó parcialmente. Entre 1973 y 1975, el consumo volvió a subir a 80 kg/año. Pero la inflación descontrolada, los conflictos internos del peronismo, y la presión de los sectores ganaderos (que no querían vender barato al mercado interno) hicieron que el sistema fuera insostenible.

Y entonces llegó 1976. Y con 1976, la catástrofe.

La dictadura militar de 1976-1983 no fue solo un régimen represivo. Fue un experimento económico brutal diseñado para transformar completamente la estructura productiva argentina. El ministro de Economía, José Alfredo Martínez de Hoz, implementó lo que hoy llamaríamos “neoliberalismo autoritario”: apertura comercial indiscriminada, eliminación de controles estatales, subordinación total a los designios del Fondo Monetario Internacional, y destrucción sistemática del mercado interno.

En materia de ganadería, la política fue clara: exportar todo lo posible, sin considerar las consecuencias sobre el consumo interno.

Las retenciones a las exportaciones —que hasta entonces habían funcionado como un mecanismo para desincentivar la venta externa cuando escaseaba la carne adentro— fueron eliminadas. Los frigoríficos fueron estimulados a exportar mediante créditos subsidiados. Y el tipo de cambio se manejó deliberadamente para favorecer a los exportadores.

El resultado fue el esperado: entre 1976 y 1983, el consumo per cápita de carne vacuna en Argentina cayó de 75 kg/año a 65 kg/año. Diez kilos menos en siete años. Y esto en un contexto de represión sindical feroz que impedía cualquier protesta organizada.

Pero lo más grave no fue solo la caída cuantitativa. Fue la transformación cualitativa de quién comía carne y quién no.

Porque cuando la carne se encarece, no desaparece de todas las mesas por igual. Las familias de clase media y alta siguen comiendo. Quizás con menos frecuencia, pero siguen. En cambio, las familias trabajadoras —aquellas que más necesitan la proteína porque realizan trabajos físicos extenuantes— son las primeras en renunciar.

Un estudio del Centro de Estudios sobre Nutrición Infantil (CESNI) de 1980 mostró que, en los barrios obreros del Gran Buenos Aires, el 40% de las familias había reducido su consumo de carne a menos de una vez por semana. En cambio, en Barrio Norte y Belgrano, el consumo se mantenía en tres o cuatro veces por semana.

Así, el asado dominical comenzó a dejar de ser un hecho universal argentino para convertirse en un privilegio de clase. Y con esa transformación, se rompió algo más profundo: la ilusión de igualdad que había sostenido, mal que bien, la cohesión social del país durante décadas.

Porque cuando ricos y pobres comen lo mismo, hay una base común de experiencia humana. Cuando dejan de hacerlo, la fractura social se vuelve insalvable.

Y mientras esto pasaba en Argentina, algo paralelo estaba ocurriendo en los organismos internacionales.

En 1971, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) publicó su primer informe sugiriendo que el consumo de carne —especialmente de carne roja— era “insostenible” desde un punto de vista ambiental y de salud pública. El argumento era que la ganadería consumía demasiados recursos (agua, tierra, granos) en relación con la cantidad de proteína producida.

En 1977, el Senado de Estados Unidos publicó el informe “Dietary Goals for the United States”, conocido como el Informe McGovern, que recomendaba reducir el consumo de carne roja y grasas saturadas por razones de salud cardiovascular. Ese informe —que luego sería cuestionado por múltiples estudios— se convirtió en la base de las políticas nutricionales de occidente durante las siguientes décadas.

Era el inicio de una narrativa que, en las décadas siguientes, se convertiría en dogma: la carne es mala. Para la salud, para el ambiente, para el planeta.

Pero aquí hay que hacer una pausa y preguntar: ¿quién financiaba esos estudios? ¿Quién tenía interés en desacreditar la ganadería extensiva argentina, que competía directamente con la agroindustria estadounidense y europea?

No es teoría conspirativa. Es economía política básica.

Durante los años 60 y 70, Estados Unidos estaba consolidando su modelo de agricultura industrializada basado en maíz y soja transgénica. Empresas como Cargill, Archer Daniels Midland (ADM) y Monsanto necesitaban mercados para sus productos. Y esos mercados se abrían de dos formas:

  1. Convenciendo a los países productores de carne —como Argentina— de que era más “eficiente” cultivar soja para exportar que criar vacas para consumo interno.
  2. Convenciendo a los consumidores occidentales de que la carne era peligrosa y debían comer más cereales y aceites vegetales.

La narrativa anti-carne, entonces, no era solo una preocupación ambiental o sanitaria. Era una estrategia comercial. Y Argentina, como tantas veces, mordió el anzuelo.

En 1983, con el retorno de la democracia, había esperanza de revertir el daño. Pero no fue así.



IV. CASO 3: LA TRAICIÓN CONSOLIDADA (1990-2025)


Si las décadas del 60, 70 y 80 fueron el inicio de la restricción, las décadas siguientes fueron su consolidación. Y lo notable es que tanto gobiernos neoliberales como gobiernos progresistas trabajaron en la misma dirección: reducir el acceso del pueblo argentino a la carne.

Los mecanismos cambiaron. Las excusas también. Pero el resultado fue idéntico.


El Menemismo (1989-1999): Exportar o Morir


Durante el menemismo, la lógica fue puramente exportadora. El discurso oficial era claro: Argentina debía insertarse en el mundo como proveedora de commodities. Y la carne era un commodity premium. Por lo tanto, había que exportar todo lo posible. El mercado interno era secundario.

Domingo Cavallo, ministro de Economía, implementó un esquema de convertibilidad (1 peso = 1 dólar) que, si bien controló la hiperinflación, hizo que la producción argentina fuera cara en el mercado internacional. Para compensar, se impulsó la “eficiencia” mediante reconversión tecnológica: feedlots en lugar de pastoreo extensivo, uso intensivo de granos importados, antibióticos, hormonas de crecimiento.

El resultado fue contradictorio: la producción total de carne aumentó (porque los feedlots producen más rápido), pero la calidad cayó y los precios internos subieron. ¿Por qué? Porque los grandes frigoríficos exportadores pagaban mejor que el mercado local, y los productores preferían venderles a ellos.

La carne se volvió cara no por escasez, sino por diseño: mantenerla cara adentro garantizaba que los productores prefirieran venderla afuera.

El consumo cayó a 55 kg/año en 1998. Y no porque faltara carne. Sobraba. Pero se iba en barcos refrigerados hacia Europa, Estados Unidos, y cada vez más, hacia China.

Mientras tanto, en los barrios populares, la carne desaparecía de la mesa. Un estudio de Cáritas Argentina de 1997 mostró que en el Conurbano Bonaerense, el 35% de las familias consumía carne solo una vez por semana o menos. No por elección. Por imposibilidad económica.


La Crisis de 2001-2002: El Colapso


Luego vino la crisis de 2001-2002. El colapso económico llevó a una caída abrupta del consumo a niveles dramáticos: 48 kg/año en 2002. Familias enteras dejaron de comer carne por meses. No era una elección dietética. Era hambre.

En diciembre de 2001, cuando la gente saqueaba supermercados en todo el país, lo primero que desaparecía de las góndolas era la carne. No la pasta. No el arroz. La carne. Porque la gente sabía —instintivamente, visceralmente— que lo que más faltaba, lo que más se necesitaba, era proteína.

Los comedores populares, desbordados, servían guisos sin carne. Lentejas, fideos, polenta. Carbohidratos baratos que llenan pero no nutren. Y los niños, especialmente, pagaron el precio: entre 2001 y 2003, los índices de desnutrición infantil en Argentina se duplicaron.


El Kirchnerismo Primera Época (2003-2009): La Recuperación Parcial


Cuando Néstor Kirchner asumió en 2003, una de sus primeras medidas fue implementar controles a las exportaciones de carne. La lógica era clara: si la carne es un bien esencial para el pueblo argentino, el Estado tiene el deber de garantizar su acceso. Por lo tanto, se limitaba cuánta carne podía salir del país.

Los ganaderos protestaron. La Sociedad Rural lo llamó “intervencionismo”. Guillermo Moreno, secretario de Comercio Interior, respondió con dureza: “Primero comen los argentinos, después los extranjeros.” No era retórica. Era política de Estado.

Y funcionó. Entre 2003 y 2009, el consumo de carne volvió a subir, alcanzando un pico de 68 kg/año en 2009. Todavía muy por debajo del promedio histórico, pero mejor que la catástrofe de 2002.

¿Qué había pasado? Dos cosas.

Primero, hubo una política activa de control de exportaciones. Se establecieron cuotas: los frigoríficos podían exportar, pero solo después de abastecer el mercado interno. Además, se implementaron retenciones (impuestos) a las exportaciones que hacían menos rentable vender afuera. La idea era desincentivar la salida de carne y mantener la oferta interna alta para que los precios no se dispararan.

Segundo, hubo un crecimiento económico sostenido que aumentó los salarios reales. Con más plata en el bolsillo, la gente compra carne. Es simple.

Pero entonces llegó 2010, y algo cambió.


El Giro Ambiental (2010-2015): Cuando la Izquierda Abrazó el Discurso Anti-Carne


El discurso ambiental —que durante décadas había sido marginal— se volvió mainstream. Organizaciones internacionales, ONGs financiadas por fundaciones estadounidenses y europeas, y una nueva clase de intelectuales urbanos progresistas comenzaron a repetir el mismo mantra: la ganadería es mala para el planeta. Produce metano. Deforesta. Consume agua. Es insostenible.

Y el kirchnerismo, que hasta ese momento había defendido el consumo interno, comenzó a ceder terreno.

En 2010, el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner implementó nuevas retenciones a las exportaciones de carne. El discurso oficial era que esas retenciones financiarían políticas sociales. Pero en la práctica, lo que lograron fue desincentivar la producción ganadera. Los productores, enfrentados a menores márgenes de ganancia, comenzaron a reconvertir campos ganaderos en campos agrícolas.

La lógica era perversa: la soja pagaba retenciones del 35%, pero era más rentable que la carne porque el precio internacional estaba alto y la demanda china era insaciable. Entonces, ¿para qué criar vacas si podés sembrar soja y ganar más?

El resultado fue previsible: menos oferta de carne, precios más altos, consumo en baja.

Para 2015, el consumo había vuelto a caer a 57 kg/año.

Pero lo más grave fue que, por primera vez, sectores progresistas argentinos —que históricamente habían defendido el derecho del pueblo a alimentarse bien— comenzaron a repetir la narrativa anti-carne. Artículos en medios progresistas (Página/12, El Destape) empezaron a publicar notas sobre “los peligros de comer carne”, “el impacto ambiental de la ganadería”, y “las ventajas de una dieta plant-based”.

Era la consolidación de un giro ideológico global: la izquierda occidental abandonaba la defensa de los trabajadores y adoptaba las agendas de las élites cosmopolitas. Y una de esas agendas era el vegetarianismo como virtud moral.


El Macrismo (2015-2019): Liberalización sin Control


Luego vino el macrismo, que eliminó las retenciones pero abrió completamente las exportaciones sin ningún control. Mauricio Macri prometió que “liberar las exportaciones” aumentaría la producción y bajaría los precios internos. No pasó.

Lo que pasó fue exactamente lo que había pasado en los 90: la carne se volvió cara porque los productores preferían venderla afuera. El tipo de cambio favorable para exportadores y la demanda china creciente hicieron que fuera mucho más negocio exportar que vender en el mercado argentino.

El consumo siguió cayendo: 52 kg/año en 2019.

Y mientras tanto, el gobierno de Macri repetía el discurso de siempre: “Los argentinos consumen mucha carne, eso es insostenible.” Patricia Bullrich, entonces ministra de Seguridad, llegó a decir en 2017: “Hay que cambiar la cultura del asado, es caro y malo para la salud.”

Lean esa frase. Una ministra de un gobierno de derecha diciéndole al pueblo que deje de comer asado.


El Kirchnerismo Segunda Época (2019-2023): La Rendición Final


El regreso del kirchnerismo con Alberto Fernández (2019-2023) generó expectativa de que se revertirían las políticas macristas. No fue así.

Alberto Fernández, desde el inicio, adoptó un discurso ambiguo. Por un lado, hablaba de “soberanía alimentaria”. Por otro, implementaba retenciones altísimas (hasta 9% sobre las exportaciones de carne) que desincentivaban la producción.

Y además, algo nuevo apareció: el discurso ambiental pasó de ser marginal a ser central en la política oficial. El gobierno de Alberto Fernández firmó compromisos internacionales en el marco del Acuerdo de París sobre cambio climático que incluían “reducir las emisiones del sector ganadero”.

¿Cómo se reduce esas emisiones? Reduciendo la cantidad de vacas.

En 2021, el gobierno cerró temporalmente las exportaciones de carne para “garantizar abastecimiento interno”. Sonaba bien. Pero el efecto fue desastroso: los productores, sin poder exportar, dejaron de producir. El stock ganadero cayó a niveles históricos. Y cuando se reabrieron las exportaciones, había menos carne disponible. Menos oferta, precios más altos.

Para 2023, el consumo estaba en 49 kg/año. La mitad del promedio histórico.


El Presente: Milei y la Profundización del Modelo Exportador (2023-2025)


Finalmente, el gobierno de Javier Milei (2023-presente) consolidó una realidad brutal: Argentina, uno de los principales productores de carne del mundo, tiene un consumo per cápita de apenas 48 kilogramos por año en 2025.

Milei, con su discurso ultra-liberal, eliminó todas las restricciones a las exportaciones. Su argumento: “El Estado no debe meterse en la economía. Si la carne es cara, es porque hay demanda. Eso es bueno.”

¿Bueno para quién?

Para los exportadores, que ahora venden carne argentina a China a precios récord. Para los frigoríficos, que facturan en dólares y pagan sueldos en pesos devaluados. Para los grandes pools ganaderos, que concentran cada vez más la propiedad de la tierra.

¿Y para el pueblo argentino?

Para el pueblo argentino, la carne es un lujo inaccesible.

Un kilo de asado en diciembre de 2025 cuesta, en promedio, 12,000 pesos. El salario mínimo es de 400,000 pesos. Eso significa que un trabajador con salario mínimo necesita destinar el 4.4% de su sueldo para comprar un kilo de carne. Para una familia tipo de cuatro personas que quiere hacer un asado dominical (5-6 kilos de carne), eso representa el 25% del salario mensual.

Es insostenible.

Y mientras tanto, ¿qué dicen las élites?

Dicen que “hay que cambiar los hábitos alimentarios”. Que “la carne no es necesaria”. Que “hay otras fuentes de proteína más sustentables”.

Pero ellos siguen comiendo carne. En sus restaurantes de Puerto Madero, en sus asados privados en countries, en sus viajes al exterior. Ellos no renuncian. Te piden que renuncies vos.

Es el mismo patrón que veremos repetido en cada caso histórico: las élites siempre tienen acceso a la proteína. Siempre. Lo que cambia es si el pueblo también la tiene.

Y en la Argentina de 2025, el pueblo cada vez menos.




V. FUNDAMENTO FILOSÓFICO: PROTEÍNA, CUERPO Y LIBERTAD


Ahora bien, alguien podría decir: ¿y qué importa? ¿No se puede vivir bien sin comer tanta carne? ¿No hay vegetarianos sanos y fuertes en el mundo?

La respuesta es: sí, se puede vivir sin carne. Pero hay que entender lo que eso significa.

Vivir sin carne no es solo una elección dietética. Es, en la mayoría de los casos, una renuncia. Una renuncia que tiene consecuencias biológicas, psicológicas y políticas.

Comencemos por lo biológico, porque aquí no hay espacio para ideología. Hay solo hechos.


La Bioquímica de la Dominación


La carne roja —y en particular la carne de vaca— es el alimento más denso en nutrientes críticos para el desarrollo humano. No es una opinión. Es bioquímica fundamental.


Contiene:


  • Hierro hemo: El único tipo de hierro que el cuerpo absorbe eficientemente (20-30% de absorción, frente al 2-10% del hierro no-hemo de origen vegetal). La deficiencia de hierro causa anemia ferropénica, que se manifiesta como fatiga crónica, dificultad de concentración, baja capacidad de trabajo físico y mayor vulnerabilidad a infecciones. Un trabajador anémico no puede sostener ocho horas de trabajo manual. Un niño anémico no puede concentrarse en la escuela. Una mujer anémica tiene partos de alto riesgo.
  • Vitamina B12:Absolutamente inexistente en fuentes vegetales naturales. La vitamina B12 es esencial para la síntesis de ADN, la formación de glóbulos rojos, y el mantenimiento del sistema nervioso. La deficiencia de B12 causa daño neurológico irreversible, depresión, pérdida de memoria, debilidad muscular y, en casos severos, demencia. Los suplementos sintéticos existen, pero no todas las poblaciones tienen acceso a ellos, y su absorción es menos eficiente que la de fuentes animales.
  • Zinc: Crítico para el sistema inmunológico, la cicatrización de heridas, la función reproductiva, y el desarrollo cognitivo infantil. Presente en legumbres, pero en cantidades menores y con inhibidores de absorción (fitatos) que reducen su biodisponibilidad. Un niño con deficiencia de zinc tendrá retraso en el crecimiento y mayor susceptibilidad a infecciones respiratorias y diarreas —las dos principales causas de mortalidad infantil en países pobres.
  • Creatina: Compuesto esencial para el metabolismo energético muscular y cerebral. El cuerpo puede sintetizarla a partir de aminoácidos (arginina, glicina, metionina), pero en cantidades limitadas. Atletas y trabajadores manuales que no consumen carne tienen menor rendimiento físico y mayor tiempo de recuperación post-esfuerzo. Estudios muestran que la suplementación con creatina mejora la fuerza muscular en un 8-14% y la capacidad cognitiva en tareas que requieren velocidad de procesamiento.
  • Perfil completo de aminoácidos esenciales: La proteína animal es “completa”: contiene los nueve aminoácidos esenciales en proporciones óptimas para el cuerpo humano. La proteína vegetal, salvo excepciones (quinua, soja), es “incompleta” y requiere combinaciones específicas (arroz + lentejas, maíz + frijoles) para igualar el valor biológico de la carne. Esas combinaciones requieren conocimiento nutricional y acceso diversificado a alimentos, algo que no todas las familias pobres tienen.

Esto no es ideología. Es bioquímica.

Y las consecuencias sociales de estas diferencias son enormes.

Un niño que crece con deficiencia de hierro y B12 tendrá un desarrollo cognitivo inferior a su potencial genético. Su coeficiente intelectual será, en promedio, 5-10 puntos más bajo que el de un niño bien nutrido. Rendirá menos en la escuela. Tendrá menos capacidad de atención sostenida. Se enfermará más seguido y perderá más días de clase. Y esas desventajas se acumulan generación tras generación.

Un adulto que realiza trabajo físico intenso (construcción, agricultura, limpieza, carga de mercadería) sin acceso suficiente a proteína animal de calidad terminará con desgaste muscular crónico, lesiones frecuentes, y envejecimiento prematuro. A los 50 años tendrá el cuerpo de alguien de 65. Y morirá antes. En promedio, la esperanza de vida de un trabajador manual mal nutrido es 10-15 años menor que la de alguien con acceso a proteína de calidad.

Una sociedad entera con restricción nutricional será, en promedio, más débil, más enferma, más fácil de dominar.

Y aquí llegamos al punto filosófico central, que Aristóteles ya había identificado hace 2400 años.


Aristóteles: El Cuerpo como Condición de la Virtud


En la Ética Nicomaquea (Libro I, capítulo 8), Aristóteles distingue entre “bienes del cuerpo”, “bienes del alma” y “bienes exteriores”. Y aunque considera que los bienes del alma son superiores, deja claro que los primeros son condición necesaria para los segundos.

Un hombre enfermo, débil, hambriento, no puede cultivar la virtud. No puede ejercer la prudencia (porque su cerebro no funciona bien por falta de nutrientes), la justicia (porque está demasiado ocupado sobreviviendo), la fortaleza (porque le falta la energía física) o la templanza (porque no puede controlar lo que no tiene).

En la Política (Libro VII, capítulo 1), Aristóteles es aún más explícito: “La buena condición del cuerpo es un requisito previo para la felicidad. Nadie puede ser feliz si está enfermo, y nadie puede dedicarse a la vida contemplativa o a la acción política si su cuerpo no se lo permite.”

Esto es crucial: la vida política —que es la vida propiamente humana según Aristóteles— requiere salud. Y la salud requiere nutrición adecuada.

Por eso, privar a un pueblo de la nutrición que necesita no es solo un crimen económico. Es un crimen ontológico: se le está negando la posibilidad de ser plenamente humano.


Santo Tomás: La Redención del Cuerpo


Santo Tomás de Aquino, en la Suma Teológica (II-II, q. 141), desarrolla esta idea al hablar de la templanza. La templanza —contrariamente a lo que muchos creen— no consiste en rechazar los bienes del cuerpo, sino en usarlos correctamente.

Comer carne no es pecado. Comer en exceso o comer lo que pertenece a otro, sí lo es. Pero privarse de lo que el cuerpo necesita para funcionar bien es, en cierto sentido, un pecado contra uno mismo y contra el orden natural que Dios estableció.

Tomás es claro: “El cuerpo humano no es una prisión del alma, como creían los gnósticos y los maniqueos. Es el instrumento del alma. Y un instrumento mal cuidado no puede realizar su función.” (Suma Teológica, I, q. 76, a. 1)

Por eso, el cristianismo —a diferencia del gnosticismo, del maniqueísmo, del budismo ascético— nunca condenó el consumo de carne. Al contrario. En la tradición tomista, alimentar bien el cuerpo es parte de la caridad hacia uno mismo. Es preparar el instrumento para que pueda servir al bien común.

Y noten la diferencia con el brahmanismo hindú: mientras los brahmanes sacralizaban la vaca para privar a los demás del acceso a la proteína (y así mantenerlos débiles), el cristianismo —en su versión tomista, al menos— enseñaba que todos tienen derecho natural a alimentarse bien, porque todos están llamados a participar en la vida política y contemplativa.

No es casualidad que el cristianismo occidental haya construido civilizaciones más robustas y dinámicas que el hinduismo. Porque alimentó mejor a su gente.


La Política del Cuerpo: Fortaleza y Libertad


Pero volvamos al punto político fundamental.

Un hombre bien alimentado es un hombre capaz de resistir. Física, intelectual y moralmente. Puede trabajar sin agotarse. Puede pensar con claridad después de ocho horas de jornada. Puede asistir a una asamblea sindical, leer el periódico, discutir estrategias colectivas. Puede, en definitiva, decir que no.

Un hombre malnutrido no puede hacer ninguna de esas cosas.

Volvamos al ejemplo de los frigoríficos de Berisso en las primeras décadas del siglo XX. Los obreros de esos frigoríficos eran conocidos por su militancia combativa. Participaban en huelgas, organizaban sindicatos, leían literatura socialista y anarquista, discutían política en las esquinas. ¿Por qué podían hacerlo? Porque comían bien. Porque parte de su salario se pagaba en carne. Porque después de doce horas en el frigorífico, todavía tenían energía para pensar, leer, organizarse.

Comparen eso con los trabajadores rurales de la India en el mismo periodo: desnutridos crónicos, anémicos, con una esperanza de vida de 32 años, sin energía para nada más que sobrevivir. No es casualidad que no haya habido revolución proletaria en India hasta la independencia. No porque faltara explotación —la había en exceso—, sino porque faltaba la energía física necesaria para resistir.

Por eso, controlar el acceso a la comida —y en particular a la proteína de alta calidad— es una de las herramientas más efectivas de dominación política que existen. Más efectiva, incluso, que la represión directa.

Porque la represión directa deja cadáveres. Y los cadáveres generan mártires. Y los mártires inspiran rebeliones.

La desnutrición, en cambio, es silenciosa. Se disfraza de “racionalidad económica” o “preocupación ambiental” o “cambio de hábitos culturales”. No deja cadáveres en las calles, solo cuerpos debilitados que mueren lentamente de anemia, desnutrición y enfermedades evitables. Muertes que no se ven, que no se cuentan, que no generan indignación.

Y porque, sobre todo, hace que la gente internalice su propia opresión. Cuando la carne es cara, la gente no dice “me están privando de mi derecho a alimentarme bien”. Dice “no me alcanza”. Y asume que es problema suyo. Que tiene que conformarse con menos. Que debe “cambiar sus hábitos” y aprender a comer “más sustentable”.

Esa resignación es exactamente lo que las élites necesitan para perpetuar su dominio.


VI. CONSECUENCIAS CONCRETAS EN LA ARGENTINA ACTUAL


Ahora bien, ¿cuáles son las consecuencias concretas de seis décadas de restricción nutricional en Argentina? Sin especulaciones. Sin teorías. Hechos concretos, cifras medibles.

Hay tres niveles de consecuencias: sanitarias, económicas y culturales. Y en los tres niveles, el daño es profundo.


Consecuencias Sanitarias: La Anemia como Epidemia Silenciosa


Argentina tiene hoy una tasa de anemia infantil del 16%, según datos del Ministerio de Salud de 2024. Uno de cada seis niños argentinos no tiene suficiente hierro en sangre. Para ponerlo en perspectiva: en 1960, esa tasa era del 5%. Se triplicó en seis décadas.

Y la anemia no es una molestia menor. Es una bomba de tiempo que afecta el desarrollo cerebral, el rendimiento escolar, la capacidad de inserción laboral futura, y la esperanza de vida.

Un niño anémico tiene:


  • 5-10 puntos menos de coeficiente intelectual que un niño bien nutrido
  • 30% más de probabilidades de repetir de grado en la escuela primaria
  • 40% más de probabilidades de abandonar la escuela antes de terminar la secundaria
  • Mayor susceptibilidad a infecciones respiratorias y gastrointestinales (las dos principales causas de mortalidad infantil en países pobres)
  • Menor estatura y menor masa muscular en la edad adulta

Estos no son datos abstractos. Son vidas humanas afectadas permanentemente por una privación nutricional evitable.

¿Dónde está concentrada esa anemia? En los sectores más pobres. En las familias que no pueden comprar carne.

Un estudio del CESNI (Centro de Estudios sobre Nutrición Infantil) de 2023 comparó provincias argentinas según consumo de carne per cápita y tasas de anemia infantil. Los resultados son contundentes:


  • Buenos Aires (consumo: 55 kg/año): anemia infantil 12%
  • Santa Fe (consumo: 52 kg/año): anemia infantil 13%
  • Córdoba (consumo: 50 kg/año): anemia infantil 14%
  • Chaco (consumo: 28 kg/año): anemia infantil 28%
  • Formosa (consumo: 25 kg/año): anemia infantil 31%
  • Santiago del Estero (consumo: 27 kg/año): anemia infantil 29%

La correlación es estadísticamente robusta (r = -0.82, p < 0.001). Menos carne, más anemia. No es casualidad. Es causalidad.

Y esto no afecta solo a los niños. Afecta también a las mujeres en edad fértil, que tienen mayor riesgo de anemia por las pérdidas menstruales. Un estudio del Hospital Garrahan de 2022 mostró que el 35% de las embarazadas argentinas de sectores populares llegan al parto con anemia. Consecuencias: mayor riesgo de parto prematuro, bajo peso al nacer, mortalidad materna.

Además, Argentina registra un aumento sostenido en trastornos metabólicos (obesidad, diabetes tipo 2, hígado graso) entre sectores de bajos ingresos. ¿Por qué? Porque cuando la carne es cara, la gente come carbohidratos baratos: fideos, arroz, pan, azúcar. Esos alimentos llenan el estómago, pero no nutren. Tienen calorías, pero no tienen micronutrientes esenciales.

El resultado es lo que los nutricionistas llaman “obesidad malnutrida”: gente con sobrepeso pero deficiente en hierro, zinc, vitamina B12, vitamina D. Es la paradoja cruel de la pobreza moderna: estar gordo y desnutrido al mismo tiempo.


Consecuencias Económicas: Del Campo al Conurbano


La caída del consumo interno de carne no trajo, como prometían los tecnócratas, una explosión exportadora que enriqueciera al país. Trajo, en cambio, un desmantelamiento progresivo del sector ganadero y una transformación del campo argentino que empobreció a millones.

Entre 1990 y 2025, Argentina perdió más de 15 millones de cabezas de ganado. En 1990, el stock ganadero era de 57 millones de cabezas. Hoy es de 42 millones. ¿A dónde se fueron esas 15 millones de vacas?

No desaparecieron. Se reconvirtieron. Los campos ganaderos se transformaron en campos agrícolas, principalmente para cultivo de soja. Y la soja emplea muchísima menos mano de obra que la ganadería.

Un campo ganadero de 500 hectáreas necesita, en promedio, 8-10 trabajadores permanentes (puesteros, alambrador, domador, peones). Ese mismo campo reconvertido a soja necesita 1-2 trabajadores temporales durante siembra y cosecha. El resto del tiempo, nada. Solo maquinaria.

El resultado: éxodo rural masivo, colapso de pueblos del interior que vivían de la ganadería, y concentración de la población en ciudades donde no hay empleo para todos.

Un ejemplo concreto: el partido de Villegas, en el noroeste de la provincia de Buenos Aires. En 1990, tenía 28,000 habitantes y una economía basada en ganadería extensiva y agricultura familiar. Para 2025, tiene 22,000 habitantes. Perdió 6,000 personas en 35 años. ¿Por qué? Porque los campos se convirtieron a soja, la mano de obra se expulsó, y los jóvenes emigraron a Rosario, a Buenos Aires, al Conurbano. Y allá no encuentran trabajo digno. Terminan en la informalidad, en changas, sobreviviendo.

Este patrón se repite en todo el interior ganadero argentino: despoblamiento, envejecimiento, empobrecimiento.

La ganadería extensiva, en cambio, es distributiva. Una vaca necesita pasto, y el pasto crece en lugares donde no se puede cultivar soja intensivamente. Por eso, históricamente, la ganadería permitió que familias pequeñas y medianas tuvieran un medio de vida digno en zonas marginales: el oeste de Buenos Aires, el sur de Córdoba, La Pampa, Corrientes, Entre Ríos.

La agricultura industrial, en cambio, concentra. Requiere grandes extensiones para ser rentable, maquinaria cara, agroquímicos importados. Solo los grandes pueden competir. Los chicos desaparecen.

Así que la caída del consumo no solo empobreció la dieta del pueblo argentino. Empobreció también el campo argentino y destruyó el tejido social de cientos de pueblos.


Consecuencias Culturales: La Muerte del Fogón Comunitario


Pero quizás lo más grave —lo más difícil de cuantificar, pero lo más profundo— es la erosión cultural.

El asado argentino no era solo comida. Era un ritual de construcción de comunidad. Era el momento en que las familias se juntaban, los vecinos conversaban, los problemas se discutían, las alianzas se sellaban. Era, en el sentido griego del término, el simposio: el espacio donde la política informal ocurría.

Cuando el asado dominical deja de ser accesible, ese espacio desaparece. Y con él, desaparece la capacidad de construir lazos comunitarios fuertes.

Hoy, los argentinos se juntan menos. Según la Encuesta Nacional de Uso del Tiempo (INDEC, 2023), el tiempo dedicado a “comer con otros” cayó de 8 horas semanales en 1990 a 4 horas semanales en 2023. La mitad. Y cuando se juntan, lo hacen alrededor de pizzas, empanadas, delivery, o directamente frente a una pantalla sin hablar.

No es lo mismo. Porque el asado requiere tiempo. Requiere atención. Requiere que alguien se quede al lado del fuego durante tres, cuatro horas, cuidando la carne, mientras otros conversan alrededor. Ese tiempo compartido no se puede acelerar. No se puede tercerizar. No se puede reemplazar con comida rápida.

Y en ese tiempo ocurría la construcción de capital social: se forjaban amistades, se transmitían oficios, se discutían estrategias colectivas para resolver problemas del barrio. El asado era el lugar donde se decidía quién iba a ser el delegado de la cooperadora escolar, quién iba a hablar con el intendente por el problema del agua, cómo se iba a organizar la colecta para la familia que tuvo un incendio.

La desaparición de ese espacio no se compensa con otros formatos de socialización. Las redes sociales no construyen comunidad real. Los grupos de WhatsApp no generan confianza. Y el delivery compartido frente a una pantalla no transmite valores ni forja vínculos duraderos.

Esto no es nostalgia. Es sociología.

Robert Putnam, en su libro Bowling Alone (2000), demostró que la caída de los espacios de socialización comunitaria en Estados Unidos (clubes, iglesias, asociaciones vecinales) correlacionaba directamente con el aumento de la polarización política, la desconfianza interpersonal, y la caída de la participación cívica.

Lo mismo está pasando en Argentina. Y el asado era uno de los últimos espacios de resistencia comunitaria que quedaban.

Su desaparición no es accidental. Es el resultado directo de políticas económicas que encarecieron la carne hasta hacerla inaccesible para la mayoría.


VII. CIERRE: ESTO NO EMPEZÓ ACÁ


He dedicado este ensayo a Argentina porque es mi país. Porque es el caso que conozco. Porque es el que me duele.

Pero sería un error pensar que lo que pasó acá fue excepcional. O que fue resultado de la incompetencia criolla, de la corrupción local, de nuestra proverbial incapacidad para organizarnos.

No lo fue.

Lo que pasó en Argentina es un patrón que se repite, con variaciones locales, en múltiples lugares y épocas. Y todas esas repeticiones tienen algo en común: élites que se alimentan bien mientras predican restricción nutricional para las masas.

Es un patrón tan antiguo como la civilización misma. Y su expresión más pura, más sostenida, más devastadora, ocurrió en la India. Durante tres mil años.


El Paradigma Fundacional: India y la Vaca Sagrada


Allá, entre los siglos II a.C. y V d.C., los brahmanes —la casta sacerdotal que controlaba el conocimiento religioso y el orden social— implementaron una de las operaciones de ingeniería social más exitosas de la historia humana: sacralizaron la vaca.

¿Por qué?

Porque la vaca era la principal fuente de proteína animal accesible para las masas. Y si lograban convertirla en un objeto religioso intocable, podían privar a las castas inferiores (Shudras, Dalits) del acceso a esa proteína. Y al privarlos de proteína, los debilitaban física y mentalmente. Y al debilitarlos, los volvían incapaces de resistir.

No fue un accidente. Fue diseño.

Los textos védicos tempranos (1500-500 a.C.) no prohíben el consumo de carne vacuna. Al contrario: describen sacrificios rituales donde se mataban vacas y se consumía su carne. Los propios brahmanes comían carne en esos contextos. Pero con el tiempo, a medida que el sistema de castas se consolidaba y los brahmanes necesitaban herramientas más sofisticadas para mantener su posición, la vaca dejó de ser comida y se convirtió en ídolo.

El resultado fue brutal: durante siglos, millones de personas en India vivieron y murieron sin acceder jamás a la proteína animal que sus cuerpos necesitaban. Anemia crónica. Desnutrición infantil. Baja estatura. Baja esperanza de vida. Incapacidad de resistir físicamente la explotación.

Y todo justificado con el discurso de la “pureza ritual” y la “no violencia” (ahimsa).


B. R. Ambedkar —jurista, economista, líder Dalit y principal arquitecto de la Constitución India— lo dijo sin eufemismos en 1948:

“Los intocables no fueron excluidos porque comían carne de vaca. Fueron forzados a comerla —cuando nadie más lo hacía— y luego se les declaró impuros por eso. La impureza no es causa, sino efecto de su exclusión. Y la exclusión tenía un propósito: mantenerlos débiles.”

Ambedkar entendió lo que muchos reformadores progresistas de su época no querían ver: que el vegetarianismo brahmánico no era una cuestión espiritual. Era una herramienta de control político.

Por eso, cuando en 1956 decidió convertirse al budismo (junto con 600,000 Dalits en una ceremonia masiva en Nagpur), no solo rechazaba la teología hindú. Rechazaba un orden que había privado a su pueblo del derecho natural a alimentarse bien durante tres milenios.

Y por eso, hoy en día, en los estados indios donde los Dalits lograron mantener el consumo de carne vacuna (Kerala, Bengala Occidental, partes del noreste), los indicadores sociales son significativamente mejores que en los estados donde la prohibición se mantuvo férrea: menor anemia, mayor alfabetización, mayor esperanza de vida, mayor movilidad social.

No es casualidad. Es causalidad.


Del Brahmanismo al Ambientalismo: Misma Lógica, Nueva Narrativa


Y aquí viene la conexión clave con el presente argentino.

Lo que los brahmanes hicieron con el discurso de la “vaca sagrada”, las élites globales contemporáneas lo hacen con el discurso de la “crisis climática”. Cambia la narrativa, pero la lógica es idéntica: privar a las masas del acceso a la proteína animal mientras las élites siguen consumiéndola.

Ya no se dice “la vaca es sagrada, no la toques”. Se dice “la vaca produce metano, destruye el planeta, consume demasiada agua”. Pero el efecto es el mismo: desincentivar, encarecer, estigmatizar el consumo de carne roja entre el pueblo.

Y mientras tanto, ¿qué comen los que promueven esas narrativas?

El Foro Económico Mundial de Davos, donde las élites globales se reúnen todos los años para decidir el futuro del planeta, sirve en sus banquetes: filet mignon, costillar de cordero, salmón salvaje. Pueden verificarlo. Los menús están públicos.

Bill Gates, que invierte millones en empresas de “carne sintética” y que promueve abiertamente la reducción del consumo de carne real, compró en 2020 más de 100,000 hectáreas de tierra en Estados Unidos. ¿Para qué? Para ganadería. Él sigue comiendo carne. Te pide que vos no lo hagas.

Los políticos progresistas argentinos que hoy repiten el discurso anti-carne, ¿dejaron de hacer asados? No. Los hacen en privado. En sus casas. En sus quintas. Lejos de las cámaras.

Es el mismo patrón que los brahmanes: “Yo como, vos no.”


La Serie que Comienza: 20 Ensayos para Entender la Dominación Nutricional


Este ensayo es el primero de una serie de veinte que escribiré durante 2026. El objetivo es claro: demostrar, con casos históricos concretos, que el control del acceso a la proteína animal es una de las herramientas políticas más efectivas de dominación de masas que han existido.

En los próximos ensayos, iremos a:


  • India (Ensayos 4-6): El sistema de castas como ingeniería nutricional. Ambedkar y la revolución del plato. Tres mil años de brahmanismo y sus consecuencias sobre la salud pública india actual.
  • Europa Medieval (Ensayo 7): Las leyes de caza que reservaban la proteína animal para la nobleza. El campesino que mataba un ciervo en el bosque del señor podía ser ahorcado. No era crueldad gratuita: era control social.
  • Estados Unidos Post-Abolición (Ensayo 8): La dieta de los afroesclavos y su perpetuación tras la “libertad”. Soul food: carbohidratos baratos, grasas saturadas, casi nada de proteína de calidad. Consecuencias generacionales medibles hasta hoy.
  • Genocidios por Hambre (Ensayo 9): Irlanda (1845-52), Ucrania (1932-33), China (1958-62). Cuando el Estado decide quién come y quién muere. Millones de cadáveres. Y en todos los casos, las élites seguían comiendo.
  • América Colonial (Ensayo 10): La plantación y el plato. Cómo los esclavizadores calculaban milimétricamente la dieta de los esclavos para mantenerlos vivos pero incapaces de resistir.
  • El Presente Global (Ensayos 11-14): La nueva sacralización: ambientalismo como herramienta de dominio. El vegetarianismo de Davos. La ciencia médica que no se publica. FAO, OMS y el nuevo brahmanismo global.
  • Fundamentos Filosóficos (Ensayos 15-17): Aristóteles, Santo Tomás, Francisco de Vitoria. El cuerpo como condición de virtud. El derecho natural a la alimentación plena. El fogón como acto político.
  • Caminos de Recuperación (Ensayos 18-20): Ganadería regenerativa. Experiencias de resistencia exitosas. Agenda argentina de independencia nutricional.

Cada ensayo tendrá entre 8,000 y 10,000 palabras. Publicación semanal, todos los sábados. Al final, compilación en libro.


El Llamado: Recuperar el Fogón es Recuperar la Patria


Pero más allá del proyecto intelectual, hay una urgencia práctica.

Argentina está en un momento crítico. El consumo de carne cayó a la mitad en seis décadas. La anemia infantil se triplicó. El campo se despobló. El tejido social se fragmentó. Y las élites —de izquierda y de derecha— siguen repitiendo las mismas narrativas que nos trajeron hasta acá.

Si no revertimos esta tendencia, en dos generaciones más, el asado argentino será un recuerdo. Una postal turística. Una tradición muerta. Y con ella, morirá algo esencial de lo que significa ser argentino.

Porque el asado no es folklore. Es política. Es economía. Es salud pública. Es construcción de comunidad. Es, en última instancia, soberanía.

Un pueblo que no controla su alimentación no controla nada. Puede tener bandera, himno, constitución. Pero si depende de otros para comer, no es soberano. Es colonia.

Por eso, recuperar el fogón no es nostalgia. Es resistencia.

Recuperar el asado no es conservadurismo. Es revolución.

Y defender el derecho del pueblo argentino a comer carne no es egoísmo nacional. Es justicia.

Porque la soberanía empieza en el plato. O no empieza en ningún lado.

Y si no empieza ahora, no va a empezar nunca.

La lucha por la carne es la lucha por la libertad. Y esa lucha comienza hoy.

La lucha por la carne es la lucha por la libertad.

Y esa lucha comienza hoy.


PRÓXIMO ENSAYO (Sábado 27/12/2025):

“La Deconstrucción del Asado: Crónica de una Traición Nutricional (1960-2024)”

[Análisis detallado de políticas concretas, actores responsables, y mecanismos de restricción]


ENSAYO 4 (Sábado 11/01/2026):

“Ensayo 4: El Sistema de Castas como Ingeniería Nutricional”

[India: tres mil años de control social mediante la prohibición de la proteína animal]


© Elio Guida, 2025

Rosario, Argentina

Se permite la reproducción total o parcial citando la fuente.
Este ensayo forma parte de la serie “El Fogón Soberano: Del brahmanismo a Davos: una historia del control nutricional y la debilitación deliberada de los pueblos”