COLUMNISTAS
Entre la Nación soñada y la Nación posible
Perón, el petróleo y la Standard Oil of California
23/05/2025
Por Luis Gotte

En 1955, pocos meses antes de ser derrocado por un golpe militar, el presidente argentino, el Gral. Juan D. Perón presentó ante el Congreso Nacional un proyecto para firmar un contrato con la empresa California Argentina de Petróleo S.A., subsidiaria de la Standard Oil of California, para la exploración y explotación de petróleo en la provincia de Santa Cruz. El acuerdo, extenso y de cláusulas confidenciales, implicaba una cesión significativa: YPF debía entregar a la compañía norteamericana toda su información sobre relevamientos gravimétricos y sismográficos en la región, incluyendo coordenadas, planillas, diagramas y otros datos técnicos. Sin dudas, una decisión llamativa para un gobierno que se proclamaba nacionalista y popular.
Perón había retomado la política energética de corte nacional impulsada anteriormente por Hipólito Yrigoyen, promoviendo el fortalecimiento de YPF y consagrando la nacionalización de los hidrocarburos en el artículo 40 de la Constitución de 1949. En apenas seis años, la producción petrolera aumentó un 50 %, y YPF llegó a extraer el 84 % del crudo nacional. Sin embargo, el autoabastecimiento nunca se concretó: en 1954, el país seguía importando el 60 % de su petróleo, lo que agravó la balanza de pagos y generó una crisis energética estructural.
Ya en 1947, Perón había firmado un acuerdo con la empresa estadounidense Drilexco para perforar 40 pozos, frente a la escasez de recursos del Estado. En 1953, el Congreso aprobó una ley de inversiones petroleras que generó controversias, incluso dentro del oficialismo: figuras como John William Cooke denunciaron que atentaba contra los principios de la Constitución justicialista. No obstante, la ley se sancionó y abrió el camino a nuevas negociaciones con capital extranjero.
En este contexto, Perón firmó en 1954 un acuerdo con la Standard Oil para la explotación de una vasta zona en Santa Cruz, por un período de 40 años. El contrato otorgaba a la empresa el derecho a remesar utilidades libremente al exterior y garantizaba al Estado el 50 % de los beneficios. Pero las críticas no tardaron en llegar. Se acusó al gobierno de violar la soberanía energética, y el Congreso nunca ratificó el acuerdo, que finalmente quedó sin efecto tras el golpe militar de septiembre de 1955.
Mientras tanto, en un plano paralelo, el empresario argentino Jorge Antonio negociaba con Floyd Odllum, dueño del grupo Atlas, una alternativa “nacional” fuera del círculo de las siete grandes petroleras internacionales. Este intento de abrir una tercera vía demuestra que el debate sobre la soberanía energética no se reducía a Perón ni a su gabinete: era una discusión abierta en el seno mismo del movimiento nacional.
El pragmatismo de Perón contrastaba con la visión de sectores nacionalistas más ortodoxos que exigían el monopolio estatal absoluto del petróleo. Perón, sin embargo, sostenía que el Estado argentino carecía de la capacidad técnica, organizativa y financiera para encarar semejante desafío. Como escribió en su libro La fuerza es el derecho de las bestias (1958), el problema no era de principios sino de medios. Su nacionalismo era de fines, no de fórmulas.
La contradicción, sin embargo, era evidente. ¿Cómo compatibilizar un acuerdo con una multinacional extranjera con la letra y el espíritu del artículo 40 de la Constitución de 1949, que establecía la inalienabilidad de los recursos naturales? Para entender este giro, es necesario considerar las presiones económicas externas, como el boicot norteamericano que bloqueó el envío de equipos de perforación, refinería y repuestos, así como la escasez crónica de divisas.
El conflicto revela una verdad más profunda: el peronismo, y Perón en particular, no gobernaban en el vacío. Aunque la Constitución de 1949 intentó revertir la matriz liberal de 1853, la Argentina seguía condicionada por una estructura económica oligárquica, una dependencia financiera del capital externo y, sobre todo, por la ausencia de una burguesía nacional con vocación productiva. Lo habían advertido antes Mosconi, al fundar YPF frente a la Standard Oil, y Savio, al impulsar la industria siderúrgica como base de la soberanía industrial. El empresariado local, sin visión estratégica, optó históricamente por importar, especular y subordinase al capital británico o estadounidense.
A diferencia de Yrigoyen, que recurrió a la empresa estatal soviética Luyamtorg para sortear la presión anglosajona, Perón optó por una empresa norteamericana. Algunos lo acusan de haber cedido; otros, de haber calculado. Pero reducir el debate a una cuestión de traición o pureza doctrinaria sería caer en el anacronismo o en la ingenuidad política.
Perón no fue un entreguista, fue un pragmático sin clase dirigente nacional que lo respaldara. Actuó en un campo minado, donde cada avance hacia la independencia económica debía sortear el cerco de la dependencia estructural. La letra del contrato con la California Argentina fue, sin duda, contradictoria. Pero su trasfondo expresa una situación de emergencia: había que evitar el colapso energético, y no había capital argentino dispuesto a afrontarlo.
El problema, entonces, no fue el contrato en sí, sino la falta de condiciones materiales para no tener que firmarlo. Y esa es la gran enseñanza. En la Argentina, la soberanía siempre fue un ideal sin respaldo estructural. Sin poder económico propio, sin clase dirigente nacional, sin Constitución que resistiera los embates del poder real (la del ‘49 será derogada por decreto y nunca restablecida), los gobiernos populares se vieron una y otra vez forzados a retroceder para no desaparecer.
Esa tensión entre la Nación soñada y la Nación posible es la herida persistente de nuestro país. El peronismo encarna como ningún otro proyecto político esa contradicción: voluntad de transformación sin correlato estructural suficiente. Aún con doctrina, aún con pueblo movilizado, el poder económico, mediático, judicial y militar siguió en manos de la oligarquía de siempre, establecida en 1861.
Hoy, cuando se discute la explotación del litio, el dominio sobre Vaca Muerta, la hidrovía o los recursos pesqueros, la pregunta sigue siendo la misma: ¿quién define el destino de nuestros recursos? ¿El pueblo o el mercado?
Escribir sobre el peronismo implica comprender esta complejidad. No para canonizar ni condenar, sino para comprender en qué condiciones opera la política nacional. Perón no fue infalible. Tampoco fue un traidor. Fue un estratega condicionado por un campo de fuerzas adverso, que a veces cedió en lo táctico para sostener lo estratégico. La Constitución de 1949 fue su mayor legado; el contrato con la Standard Oil, su retroceso más doloroso.
Ambos deben leerse juntos, como expresión de una misma batalla. La que aún continúa. Porque sin poder propio, no hay Nación posible. Y sin Nación, no hay justicia social que dure.