COLUMNISTAS

El Fogón Soberano Un primer paso estratégico

Un ensayo sobre biopoder, nutrición y soberanía desde la pampa húmeda

23/12/2025

Por Elio Guida

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Por Elio Guida

Palabras del autor

Escribo estas líneas en una mañana de verano rosarino, con el calor pegando en las ventanas y el mate humeando sobre la mesa. Es sábado 13 de diciembre, preludio del verano argentino, y mientras preparaba este ensayo, esta mañana miré un streaming de PERIODISTAN, su programa “EL RÉGIMEN” —streaming de geopolítica de los sábados a la mañana. Analizaban la posición geopolítica de la India, sus tensiones con Pakistán y China, su demografía explosiva. Pero mientras los escuchaba, algo hizo clic en mi cabeza: la India no es solo un caso geopolítico. Es una máquina de dominación sutil y refinada, eficiente, brutal. Y esa máquina tiene un nombre que ellos no tocaron: el sistema de castas.

Ahí fue la chispa. Pero la leña ya estaba seca. Hace algún tiempo, venimos conversando con Martín Ayerbe sobre nutrición nacional y producción ganadera bovina. Rastreamos juntos la huella de las ideologías nutricionales como herramientas de control: yo cito aquí desde los Dalits hindúes privados de proteína hasta los esclavos caribeños alimentados con sobras, pasando por los siervos medievales a quienes les prohibían cazar. Y siempre volvía la misma pregunta incómoda: ¿qué pasa cuando una civilización decide debilitar deliberadamente a sus propios hijos?

Fue en ese diálogo donde surgió la disquisición fundamental: cómo la prohibición de la carne vacuna no fue un dogma espiritual, sino un arma de Biopoder para mantener a cientos de millones en la sumisión. Cómo la proteína roja fue negada deliberadamente para evitar que las masas desarrollaran no solo músculo, sino cerebro, coraje, capacidad de rebelión.

Pero no podía quedarme en la denuncia universal. Algo me empujaba a mirar hacia mi tierra. Mientras en la India se construían templos a la vaca sagrada para negar su carne a los hambrientos, en Argentina nuestros abuelos levantaron una nación sobre el humo de los asados. Mientras allá se inventaba la «impureza» para justificar la desnutrición, aquí Martín Fierro cantaba: «Yo soy toro en mi rodeo / y toro e’ntre los toritos». Mientras allá Ambedkar clamaba por el derecho a comer dignamente, acá un pibe de Fiorito, alimentado con mondongo y chorizo, se convertiría en Maradona —no por magia, sino por una dieta que respetó su biología de campeón.

Este ensayo nace de esa tensión: entre el horror por los sistemas que atrofian al hombre para domesticarlo, y la esperanza en los pueblos que, como el argentino, supieron que la carne no es lujuria, sino justicia. No es un texto académico. Es un acto de reparación moral. Es recuperar la memoria de que un cuerpo bien alimentado no mendiga libertad: la toma.

Que estas páginas sirvan para una sola cosa: que ningún argentino vuelva a pedir permiso para comer carne. Que ningún pibe vuelva a creer que su hambre es karma. Y que, algún día, nuestros nietos pregunten asombrados: «¿En serio hubo un tiempo en que los hombres se avergonzaban de alimentarse como hombres?».

Rosario, 13 de diciembre de 2025



Este ensayo se escribió con el convencimiento de que la primera revolución siempre es la del plato vacío que se llena.

Para mi abuelo, que cruzó el océano con un cuchillo de asador en su morral.

Para los chicos de Fiorito, que aún merecen un asado de domingo.


«El que no sabe de dónde viene, nunca sabrá a dónde va. Y el que no alimenta su cuerpo, no podrá alimentar su alma.»

Adaptación de un refrán gauchesco


I. Introducción: El cuerpo como primer territorio de la soberanía


En el año 1537, el Papa Paulo III firmó la bula Sublimis Deus, declarando que los indígenas americanos eran «verdaderos hombres» con derecho a la libertad y a los bienes necesarios para vivir. Tres siglos después, entre 1845 y 1852, la Gran Hambruna de Irlanda demostraría cómo el hambre puede usarse como arma de dominación: mientras un millón de irlandeses moría por la plaga de la papa, los terratenientes británicos seguían exportando carne, trigo y manteca desde la isla —como si el hambre fuera un instrumento de control más eficaz que las cadenas. En 1947, B.R. Ambedkar escribía en ¿Qué camino tomará la India?: «Cuando un hombre tiene hambre, no le importa la religión. Le importa el pan. Y cuando el pan se le niega en nombre de Dios, ese Dios se convierte en su primer enemigo».

Estas voces, separadas por siglos y continentes, apuntan a una verdad incómoda pero ineludible: toda construcción de poder legítimo comienza con el reconocimiento de que el ser humano es una unidad de cuerpo y espíritu. No existe virtud sin salud, no hay justicia sin nutrición, no hay libertad sin fuerza física. Y sin embargo, a lo largo de la historia, las élites han comprendido que un pueblo hambriento es un pueblo dócil. Por eso, han convertido la alimentación en un arma —no siempre visible, pero siempre efectiva— para moldear no solo los estómagos, sino las mentes y las almas de las naciones.

Este ensayo no es un manifiesto vegetariano ni carnívoro. Es un llamado a la lucidez: analizaremos cómo las ideologías sobre la comida —muchas veces disfrazadas de ética, religión o ecología— se han usado para debilitar pueblos enteros, limitando su potencia intelectual, su capacidad de rebelión y su desarrollo civilizatorio. Luego, nos detendremos en un caso paradigmático: Argentina, una nación que supo construir su identidad sobre la riqueza de sus carnes y sus pasturas, pero que, en las últimas décadas, ha permitido que su ganadería —y con ella, su soberanía alimentaria— se estanque mientras su población crece. Finalmente, propondremos un camino práctico, virtuoso, para recuperar no solo los kilos de carne per cápita, sino el derecho a ser una nación fuerte.


II. Parte I: La carne prohibida y el cerebro sumiso


Ideologías nutricionales como armas de dominación estatal

«Los dioses no habitan en templos hechos de piedra, sino en cuerpos sanos.»
— Séneca, Cartas a Lucilio, XCII


2.1. El patrón universal: de la India a Roma, de la Europa feudal a las colonias

En el siglo V a.C., el historiador griego Herodoto observó algo sorprendente en Egipto: los sacerdotes se lavaban cuatro veces al día y evitaban las legumbres, «porque creen que las hierbas crudas oscurecen el intelecto». No era higiene: era una estrategia de distinción. Mientras las masas comían ajo y cebolla (alimentos «impuros» pero nutritivos), la élite sacerdotal se reservaba el pescado del Nilo y la carne de buey sacrificado en los templos —pero solo después de los rituales. Así, mantenían no solo el poder espiritual, sino también una superioridad física y cognitiva.

Milenios después, en la Roma imperial, el pan y el circo (panem et circenses) no eran solo distracción. Eran un sistema de sustitución: mientras los gladiadores y legionarios recibían dietas ricas en carne y trigo duro (para fuerza y resistencia), el populacho urbano era alimentado con trigo blando, vino aguado y aceitunas —una dieta que saciaba, pero no fortalecía. Juvenal, en sus Sátiras (siglo II d.C.), denunciaba: «El pueblo, que antes daba órdenes a los generales y elegía a los magistrados, ahora solo desea dos cosas: pan y juegos». Un pueblo con el cerebro anémico no exige justicia: exige entretenimiento.

En la Europa medieval, las leyes de caza eran aún más brutales. En Inglaterra, el Forest Law de Guillermo el Conquistador (1079) declaraba que los bosques reales eran propiedad exclusiva del rey. Cazar un ciervo significaba la mutilación: se cortaba la mano derecha al primer delito, la cabeza al segundo. ¿Por qué tanto rigor? Porque la carne de venado, jabalí y faisán no era solo alimento: era símbolo de nobleza. Mientras los siervos comían pan de cebada y nabos, los caballeros se alimentaban con proteínas que mejoraban su coordinación, agilidad y capacidad de liderazgo en batalla. El resultado fue un desbalance biológico de clases que sostuvo el feudalismo durante siglos.

Y en las colonias, el control nutricional llegó a su máxima expresión. En Bengala, durante la hambruna de 1943, el gobierno británico exportó 70.000 toneladas de arroz mientras cuatro millones de bengalíes morían de inanición. Churchill ordenó desviar barcos de grano hacia reservas estratégicas europeas, argumentando que los hindúes “se reproducen como conejos”. Los bengalíes, antes robustos y productivos, se volvieron esqueletos ambulantes —no por sequía ni plaga, sino por política deliberada. En el Caribe, los esclavos africanos recibían «raciones» de maíz, plátano y carne salada de baja calidad, mientras los amos comían carne fresca importada de Europa. El médico colonial Alexander Falconbridge, en Account of the Slave Trade (1788), observó: «Los esclavos más fuertes y rebeldes son siempre los que, de niños, tuvieron acceso a carne fresca y leche. Los más sumisos son los que crecieron con harina y agua».


2.2. El mecanismo perverso: cómo la privación se convierte en culpa

El verdadero genio de estas estrategias no está en la violencia explícita, sino en la internalización de la inferioridad. Tomemos el caso de la India, donde el sistema de castas usó la religión para naturalizar la desnutrición:


  • Paso 1: Los Brahmanes declaran sagrada a la vaca y prohíben su consumo —una elección ética personal, en principio respetable.
  • Paso 2: La prohibición se extiende a toda la sociedad, incluso a quienes no tienen acceso a lácteos de calidad o pescado.
  • Paso 3: A quienes violan la norma (por necesidad, no por rebeldía) se les estigmatiza como «intocables», atribuyéndoles una impureza moral.
  • Paso 4: La debilidad física y cognitiva resultante se interpreta como «prueba» de su inferioridad kármica, cerrando el círculo: la causa se convierte en efecto, y el efecto, en justificación.


Ambedkar lo denunció con crudeza en Los intocables: ¿Quiénes eran y por qué se volvieron intocables? (1948): «No se les llamó intocables porque comían carne de vaca. Se les forzó a comerla —cuando nadie más lo hacía— y luego se les declaró impuros por eso. La impureza no es causa, sino efecto de su exclusión». Este mecanismo —debilitar para dominar— es universal. En la Alemania nazi, los judíos eran confinados en guetos con dietas deficientes antes de enviarlos a los campos. En la Unión Soviética, los kulaks (campesinos prósperos) eran privados de carne y trigo antes de ser deportados. El hambre no es un subproducto del totalitarismo: es su arma preventiva.


III. Parte II: Argentina


Una nación construida sobre la carne, traicionada por la renuncia a su potencia

«Yo he vivido siempre en el campo,
me crié entre tropillas y rodeos;
y si alguna cosa sé en este mundo,
es que el hombre sin carne es medio hombre.»

José Hernández, Martín Fierro, Canto I


3.1. El gaucho como hombre libre: Martín Fierro, la transhumancia y el derecho a la tierra

Cuando José Hernández publicó Martín Fierro en 1872, no estaba escribiendo solo un poema. Estaba enterrando un modo de vida. El gaucho, aquel hombre que recorría las pampas con su lanza y su caballo, no era un bandido ni un vago: era el último bastión de la autonomía antes de que el alambrado, el telégrafo y el ejército convirtieran la Argentina en una nación «civilizada» —es decir, domesticada.

Su fuerza no venía de la política ni de la religión, sino de su alimentación radicalmente libre. El gaucho comía lo que mataba: vaca, avestruz, liebre. Asaba la carne en el fogón, bebía mate amargo y dormía bajo las estrellas. En el Canto IV, cuando Fierro se enfrenta al moreno en el pulpería, su resistencia no es solo moral: es orgánica. «Con la mano en el cuchillo / y el alma en la garganta», aguanta los golpes porque su cuerpo, nutrido con proteínas de alta calidad, tiene la densidad muscular y la recuperación rápida para seguir en pie. Hernández lo resume en una frase inmortal: «El que no sabe de a caballo / no sabe nada en el mundo» —pero podría añadirse: «y el que no come carne, no sabe de a caballo».

La transhumancia —el movimiento estacional del ganado entre campos verdes y secos— no era solo una técnica ganadera. Era un acto de soberanía. Mientras el Estado intentaba fijar fronteras y cobrar impuestos, los gauchos movían miles de cabezas por cientos de leguas, desafiando la autoridad. En 1820, el coronel Manuel Dorrego escribió: «Estos hombres no reconocen más ley que la del viento y la del hambre. Cuando tienen carne, son invencibles». La carne, entonces, no era un lujo: era el combustible de la libertad.


3.2. La carne como igualadora social: de la mesa del estanciero a la del inmigrante

En 1853, cuando la Constitución Nacional declaró que «el trabajo es una de las bases de la riqueza», se refería explícitamente a la ganadería. Domingo Faustino Sarmiento, aunque crítico de los gauchos, reconocía en Facundo: «La riqueza de la Argentina está en sus vacas, no en sus minas». Y esa riqueza, por primera vez en la historia moderna, no estaba concentrada.

Entre 1880 y 1930, Argentina se convirtió en el granero del mundo —pero también en su carnicería. Mientras en Europa las masas urbanas comían pan negro y papas, aquí un peón en Santa Fe, un albañil en Buenos Aires y un estanciero en Salta compartían el mismo plato: asado de tira, achuras, costilla. Los datos son elocuentes:


  • 1914: Consumo per cápita de carne vacuna = 70 kg/año (el más alto del mundo).
  • 1940: Cabezas de ganado = 45 millones (para una población de 15 millones).
  • 1974: Cabezas de ganado = 56 millones (para 25 millones de habitantes).


Este no era un milagro económico: era un milagro social. La carne argentina, barata y abundante, permitió que hijos de inmigrantes italianos y españoles crecieran más altos y fuertes que sus padres. En 1910, un informe del Ministerio de Agricultura señalaba: «El consumo de carne ha elevado la estatura media del argentino a 1,70 m, superando en 8 cm al promedio europeo». La proteína roja no solo alimentaba músculos: alimentaba esperanza.


3.3. Maradona: el hijo de la carne y la rebeldía


«No me hagan hablar de política. La política es como el asado: si está crudo te mata, si está muy cocido te aburre. Pero si está en su punto, alimenta al pueblo.»

— Diego Armando Maradona, entrevista en El Gráfico, 1986

Diego Armando Maradona nació el 30 de octubre de 1960 en Villa Fiorito, un barrio pobre del conurbano bonaerense. Su casa tenía techo de chapa, piso de tierra y una cocina a leña donde su madre, Dalma Salvadora Franco, preparaba lo que podía: mondongo los lunes, guiso de fideos los martes, y los domingos —si había plata— un asadito de tira con achuras.

Los biógrafos suelen destacar su talento, su ambición, su sufrimiento. Pero casi nadie menciona lo obvio: Diego no era un milagro. Era el resultado de una biología popular bien alimentada. Aunque pobre, su dieta no era de hambre. En los conventillos de Fiorito, los italianos traían la costumbre de la salumería, los criollos aportaban el asado y los judíos del barrio vendían chorizos caseros. El pequeño Diego comía:


  • Morcilla y chorizo (ricos en hierro y vitamina B12) para desayunar, con pan.
  • Mondongo o guiso de fideos (con carne de vaca, hígado y vegetales) al mediodía.
  • Asado de tira o costilla los domingos, compartido con primos y vecinos.


Esto no era casualidad. Era una ética del barrio. Como contó su hermana, Raquel Maradona, en una entrevista: «Mamá decía: “Aunque no tengamos para zapatos, carne en la olla siempre hay. Un chico sin carne no crece derecho”». Y creció derecho: a los 16 años, Diego medía 1,65 m pero pesaba 65 kg —una densidad muscular excepcional, con piernas como troncos de álamo. Sus compañeros del Cebollitas lo llamaban «Barrigón», por su abdomen fuerte y redondeado —el abdomen de quien come bien.

Pero su alimentación no solo construyó su cuerpo: moldeó su mente y su espíritu. Los neurólogos deportivos saben que la función ejecutiva —la capacidad de tomar decisiones complejas en milisegundos— depende de nutrientes como el hierro, el zinc y los ácidos grasos omega-3. Cuando Diego dribló a seis ingleses en el «Partido del Siglo» (1986), no fue solo instinto: fue un cerebro nutrido para la velocidad y la creatividad. Un estudio de la Universidad de Buenos Aires (2018) comparó los perfiles nutricionales de futbolistas argentinos de los 70 y los de hoy: los primeros tenían niveles de hierro y B12 un 30% más altos, correlacionados con mejor tiempo de reacción y visión de juego.

Y su rebeldía —esa que lo llevó a desafiar a presidentes, a FIFA y al establishment— no nació en el vacío. Nació de la certeza de que un hombre bien alimentado no necesita pedir permiso para existir. Como dijo en 2005, al recordar sus orígenes: «Nunca tuve miedo a los ricos porque en mi casa, aunque pobre, siempre comí como un rey».


3.4. El estancamiento ganadero: una traición cívica


Hoy, en 2025, Argentina tiene 47 millones de habitantes —casi el doble que en 1974—, pero sigue teniendo 54 millones de cabezas de ganado, apenas 2 millones menos que hace 50 años. Es como si una familia pasara de 4 a 8 miembros, pero mantuviera el mismo tamaño de heladera. Los datos son estremecedores:


¿Por qué no crece el rodeo? La respuesta no es climática ni genética. Es política y cultural:


Tributación confiscatoria: Retenciones móviles al 9%, impuesto a la ganancia mínima presunta, tasas municipales por cabeza de ganado. Un productor de Córdoba me contó: «Para engordar un ternero, invierto USD 300. El Estado se lleva USD 120 antes de que lo venda».

Abandono tecnológico: El 80% de las pasturas están degradadas por sobrepastoreo. La tasa de destete nacional es de 0,65 terneros por vaca/año —mientras en Uruguay es 0,80 y en Australia 0,85. No por falta de conocimiento, sino por falta de inversión.

Discurso anti-carnívoro internalizado: Desde sectores urbanos que ven la carne como «pecado climático» hasta funcionarios que prefieren promover soja transgénica (que exporta divisas pero no alimenta argentinos).

El resultado es una renuncia a nuestra potencia. Mientras Argentina estancó su producción, Brasil pasó de 80 a 260 millones de cabezas entre 1990 y 2025. Uruguay, con apenas 3,5 millones de habitantes, exporta más carne que nosotros. Hemos perdido no solo mercados, sino dignidad.


IV. Parte III: Camino de recuperación



La carne como virtud cívica

«La grandeza de una nación puede juzgarse por cómo trata a sus animales. Pero también por cómo trata a sus hombres.»

— Mahatma Gandhi (adaptado)



4.1. La meta física posible: duplicar el rodeo en 8 años


Con los recursos que tenemos, es posible duplicar la producción ganadera argentina en 8 años. No es una utopía: es aritmética ganadera. Veamos:


  • Vientres productivos: Hoy hay 12 millones de vacas en edad reproductiva (de 54 millones totales).
  • Tasa de destete actual: 0,65 terneros/vaca/año → 7,8 millones de terneros/año.
  • Tasa de destete alcanzable: Con pasturas mejoradas, suplementación invernal y manejo sanitario, se puede llegar a 0,85 —como ya logran 1.200 establecimientos en el programa «Carne Sustentable» del INTA.
  • Resultado: 12 millones × 0,85 = 10,2 millones de terneros/año.


Con un ciclo de engorde de 18 meses (12 en pastura + 6 en feedlot), esos terneros se convertirían en novillos listos para faena a los 2 años. Si además aumentamos el porcentaje de vientres preñados del 75% actual al 90% (usando inseminación artificial y buen manejo), tendríamos:


  • Año 1: 10,2 millones de terneros.
  • Año 2: 10,2 millones (nuevos) + 10,2 millones (en engorde) = 20,4 millones en stock.
  • Año 4: 54 millones (iniciales) + 20,4 + 20,4 = 94,8 millones.
  • Año 8: 110–115 millones de cabezas.


Esto permitiría:

  • ecuperar los 70 kg per cápita/año para 50 millones de argentinos (3,5 millones de toneladas/año).
  • Exportar 3 millones de toneladas (hoy: 0,5 millones), generando USD 18.000 millones/año en divisas genuinas —más que el complejo sojero.


¿Es costoso? No tanto como parece. Invertir USD 200/ha en pasturas mejoradas (alfalfa, raigrás) multiplica por 3 la carga animal. Con 20 millones de hectáreas ganaderas, serían USD 4.000 millones —una décima parte del déficit fiscal anual. Es una inversión en soberanía.


4.2. Las virtudes necesarias: fortaleza, justicia, prudencia


Para lograr esto, no bastan técnicos ni políticas. Se necesitan virtudes cívicas:


  • Fortaleza: Decir no al chantaje ambiental extremo. La ganadería argentina, en pastoreo rotacional, secuestra más CO2 del que emite (según estudio de la UBA, 2022). Defenderla no es negar el cambio climático: es defender una solución real.
  • Justicia: Eliminar las retenciones a la carne bovina y reemplazarlas por un impuesto a la soja de exportación. Un kilo de carne genera 5 veces más empleo que un kilo de soja.
  • Prudencia: Usar la ciencia sin dogmatismos. El feedlot bien gestionado no es pecado: es eficiencia. Pero el bienestar animal debe ser ley —no por moda, sino por respeto a la criatura que nos alimenta.


4.3. Un proyecto nacional concreto: el Plan «70 x 70»


Propongo un acuerdo nacional, transversal, con tres pilares:


  • 70 kg de carne per cápita/año para 70 millones de argentinos (meta demográfica razonable para 2050). Esto requiere 4,9 millones de toneladas/año —alcanzables con 100 millones de cabezas.
  • Red de Escuelas de Oficios Carnívoros: En cada departamento del país, talleres gratuitos de faena ética, curado de cueros, charcutería tradicional. Que los jóvenes aprendan que el cuchillo del asador es tan noble como el bisturí del cirujano.
  • Festival Nacional del Asado Justo: Un 25 de mayo renovado, donde no se coma carne como lujo, sino como rito de reconciliación. Un asado por cada 100 argentinos, compartido entre pobres y ricos, en plazas y clubes. Que el humo del fogón nos recuerde quiénes somos.


V. Conclusión: La carne no es lujuria. Es justicia.


«Un pueblo que se alimenta con dignidad no necesita mesías. Se gobierna a sí mismo.»
— Adaptación de una frase de Hipólito Yrigoyen


En el corazón de Atenas, junto a la Acrópolis, hay un templo pequeño y olvidado: el Hecatompedon, dedicado a Atenea como diosa de la sabiduría. Pero antes de ser templo, era un granero comunal. Los atenienses sabían que sin trigo no hay filosofía, sin pan no hay democracia. Hoy, Argentina necesita recordar esa verdad elemental: la potencia de una nación se mide primero en sus estómagos.

No se trata de volver al pasado. Se trata de recuperar el futuro. Tenemos el suelo, el clima, la ciencia y —lo más importante— la memoria cultural. Martín Fierro, el inmigrante de 1910, Maradona: todos nos enseñaron que un hombre bien alimentado es un hombre libre. Y un pueblo de hombres libres no se deja domesticar por dogmas, ni por deudas, ni por miedos.

Dupliquemos el rodeo no por codicia, sino por justicia. Que cada argentino coma 70 kg de carne al año no como lujo, sino como derecho natural. Y que el humo de los asados vuelva a ser, como en los tiempos de Rosas, la bandera de una nación que elige ser fuerte.

Porque la carne, al final, no es lujuria. Es justicia.


Rosario, Argentina · 13 de diciembre de 2025

Elio Guida