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La Deconstrucción del asado. El Fogón Soberano. E2a/20

LAS BASES DEL DESPOJO (1960-1989)

29/12/2025

Por Elio Guida

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ENSAYO 2A: LA DECONSTRUCCIÓN DEL ASADO I

DICTADURAS Y FUNDAMENTOS (1960-1989)

INTRODUCCIÓN: LOS NOMBRES QUE NO SE DICEN

Hay una pregunta que todo argentino se hace pero que nadie responde con nombres propios: ¿quién decidió que dejáramos de comer carne?


Porque no fue el mercado. No fue “la globalización”. No fue una fuerza abstracta e inevitable. Fueron personas concretas, con nombre y apellido, que tomaron decisiones específicas en momentos precisos. Firmaron decretos. Diseñaron planes económicos. Negociaron con organismos internacionales. Y en cada caso, el resultado fue el mismo: menos carne en la mesa del trabajador argentino.


Este ensayo no va a hablar en abstracto. Va a nombrar responsables.


Álvaro Alsogaray. Adalbert Krieger Vasena. José Alfredo Martínez de Hoz. Domingo Cavallo. Matrimonio Kirchner. Patricia Bullrich. Alberto Fernández. Javier Milei.


Todos ellos —desde posiciones ideológicas supuestamente opuestas— trabajaron en la misma dirección: restringir el acceso del pueblo a la proteína animal. Los métodos cambiaron. Las excusas también. Pero el patrón fue idéntico.


Y acá viene lo que nadie quiere decir en voz alta: no fue incompetencia. Fue diseño.


Porque si durante 60 años, gobiernos de todo signo político —radicales y peronistas, militares y civiles, liberales y progresistas— generan el mismo resultado, una de dos: o estamos ante la peor racha de mala suerte de la historia argentina, o hay algo estructural que los atraviesa a todos.


La respuesta es la segunda.


Lo que los atraviesa es un modelo económico impuesto desde afuera y administrado desde adentro, que necesita que Argentina sea proveedora de materias primas baratas para el mundo y consumidora cara de productos industrializados importados. Y en ese modelo, que el pueblo argentino coma bien es un problema. Porque un pueblo bien alimentado consume recursos que podrían exportarse. Y porque un pueblo bien alimentado tiene energía para organizarse, resistir, y cuestionar el orden establecido.


Por eso, la política ganadera argentina de los últimos 60 años no se entiende si no se la lee como parte de una estrategia más amplia de disciplinamiento social mediante la restricción nutricional.


Y esa estrategia tiene antecedentes históricos claros. En India, durante tres mil años, los brahmanes mantuvieron el control social sacralizando la vaca para que las castas inferiores no pudieran acceder a la proteína animal. En la Europa feudal, las leyes de caza reservaban la carne para la nobleza mientras el campesino que mataba un ciervo terminaba ahorcado. En las plantaciones coloniales, los amos calculaban milimétricamente la dieta de los esclavos: suficiente para que trabajaran, insuficiente para que resistieran.


Argentina no inventó nada. Solo aplicó una variante local de un patrón global.


Pero aplicarla requirió trabajo. Requirió planificación. Requirió que funcionarios concretos tomaran decisiones específicas. Y esas decisiones tuvieron nombres, fechas, y números de decreto.


En el Ensayo 1 vimos el panorama general: cómo el consumo de carne cayó de 100 kilogramos por año en 1960 a 48 kilogramos en 2025. Vimos las consecuencias: anemia infantil triplicada, despoblamiento rural, erosión del tejido social.


Ahora vamos a ver los mecanismos. Cómo se hizo. Quién lo hizo. Y por qué lo hicieron.


Porque cuando sepas los nombres, cuando veas las firmas, cuando leas las cotizaciones textuales, no vas a poder seguir creyendo que fue casualidad.


Fue traición. Sistemática. Sostenida. Bipartidista.


Y empezó en 1958.


I. FRONDIZI Y EL PACTO CON EL FMI (1958-1962): LA PRIMERA PUÑALADA

Arturo Frondizi asumió la presidencia el 1 de mayo de 1958 con un discurso desarrollista. Prometió industrialización, inversión extranjera, modernización del Estado. Y para financiar todo eso, necesitaba divisas. Muchas divisas.


El problema era que Argentina venía arrastrando déficit fiscal, inflación alta, y reservas en baja desde la crisis de 1952-1955. Perón había sido derrocado, el país estaba fracturado, y los acreedores externos miraban con desconfianza.


Entonces Frondizi hizo lo que todo gobierno argentino en crisis termina haciendo: fue al Fondo Monetario Internacional.


Y el FMI, como siempre, llegó con un plan. Un plan diseñado en Washington, con el sello técnico de los economistas ortodoxos de la época, y con una premisa central: para estabilizar la economía argentina había que “racionalizar” el consumo interno y maximizar las exportaciones.


El arquitecto del plan fue Álvaro Alsogaray, ministro de Economía entre 1959 y 1961. Ingeniero, liberal doctrinario, fanático del libre mercado. Alsogaray creía —o al menos decía creer— que el problema argentino era “el exceso de Estado” y “el consumo desmedido de la población”.


En junio de 1959, Alsogaray presentó su Plan de Estabilización. Los puntos centrales eran:


Devaluación del peso: para hacer más competitivas las exportaciones argentinas.


Eliminación de controles de precios internos: para que “el mercado” regulara la oferta y la demanda.


Reducción del gasto público: despidos masivos en empresas estatales, congelamiento salarial en el sector público.


Estímulo a las exportaciones mediante tipos de cambio diferenciados: los exportadores recibían más pesos por cada dólar que traían, lo que hacía más rentable vender afuera que adentro.


¿Y cuál era uno de los rubros exportables más importantes de Argentina? La carne.


Entonces, el plan Alsogaray hizo exactamente lo que se esperaba: liberó los precios de la carne en el mercado interno, devaluó el peso para hacer más atractiva la exportación, y eliminó los controles que hasta ese momento garantizaban abastecimiento doméstico.


El resultado fue inmediato.


Entre 1959 y 1962, el precio de la carne en el mercado argentino subió 180%. En el mismo periodo, el salario real solo aumentó 40%. Traducido a términos prácticos: un trabajador que en 1959 podía comprar 10 kilos de carne con su salario semanal, en 1962 solo podía comprar 6.


No era inflación general. Era encarecimiento deliberado de un bien específico para forzar su exportación.


Y funcionó. Las exportaciones de carne argentina entre 1959 y 1962 crecieron un 35%. Los frigoríficos ganaron fortunas. Los ganaderos que exportaban también. Pero el trabajador argentino dejó de comer asado con la frecuencia de antes.


Las protestas no tardaron. En 1962, la CGT organizó huelgas masivas exigiendo “carne a precio popular”. El reclamo no era abstracto: era que los laburantes pudieran seguir alimentando a sus familias como lo habían hecho durante décadas.


¿Cuál fue la respuesta del gobierno?


Represión. Y un discurso que se volvería recurrente en los años siguientes: “El problema no es el precio de la carne. El problema es que los argentinos consumen demasiado.”


Leé bien esa frase. Volvé a leerla.


Un gobierno argentino —electo por el voto popular— diciéndole al pueblo que su error era alimentarse bien.


Alsogaray lo dijo textualmente en una conferencia de prensa en julio de 1962: “Los argentinos tienen que entender que no pueden seguir consumiendo carne todos los días. Eso es un lujo que el país no puede darse.”


¿Un lujo?


Comer carne en Argentina —el país con más vacas por habitante del mundo— era un lujo.


No era estupidez. Era mensaje. El mensaje era claro: acostúmbrense a comer menos, porque lo que producimos es para otros.


Pero Frondizi no llegó a consolidar su modelo. En marzo de 1962, un golpe militar lo derrocó. Los militares justificaron el golpe hablando de “amenaza comunista” y “infiltración peronista”. Pero en lo económico, no cambiaron nada. Al contrario, profundizaron.


Y ahí llegó el siguiente acto de esta tragedia.


II. ONGANÍA Y KRIEGER VASENA (1966-1970): DESARROLLISMO CON SANGRE

Juan Carlos Onganía tomó el poder mediante un golpe de Estado el 28 de junio de 1966. Se autodenominó “Presidente de la Revolución Argentina”. No había elecciones. No había Congreso. Solo militares y tecnócratas decidiendo el destino del país.


Onganía era un católico nacionalista en lo discursivo. Hablaba de “grandeza nacional”, de “valores occidentales y cristianos”, de “recuperar el orden”. Pero en lo económico, puso el país en manos de un liberal ortodoxo: Adalbert Krieger Vasena.


Krieger Vasena no era un militar. Era un economista formado en la tradición liberal clásica, con vínculos estrechos con sectores empresariales concentrados y con organismos internacionales. Había trabajado en el Banco Central, tenía relaciones fluidas con el FMI, y compartía la visión de que Argentina debía “insertarse en el mundo” como proveedora de materias primas.


En marzo de 1967, Krieger Vasena presentó su plan económico. Lo llamaron “Plan de Racionalización Económica”. La palabra clave era “racionalización”. Siempre es “racionalización”. Nunca “ajuste”. Nunca “despojo”.


Los puntos centrales del plan eran:


Devaluación del 40% del peso: de 255 pesos por dólar a 350 pesos por dólar. Esto encarecía todo lo importado y hacía más competitivas las exportaciones.


Congelamiento de salarios por dos años: para “controlar la inflación”, los trabajadores no podían pedir aumentos. Pero los precios sí podían subir.


Eliminación de retenciones a las exportaciones agropecuarias: los exportadores de carne, trigo, maíz, lana, dejaron de pagar impuestos por vender al exterior.


Reducción de aranceles a la importación de maquinaria agrícola e insumos: para “modernizar el campo”, lo que en la práctica favoreció a los grandes productores que podían importar tecnología mientras los pequeños quedaban fuera.


Apertura total del mercado de carnes: sin cupos, sin controles de precios, sin restricciones a la exportación.


El efecto combinado de estas medidas fue devastador para el consumo interno de carne.


Primero, la devaluación hizo que exportar fuera mucho más rentable. Un frigorífico que vendía carne a Estados Unidos o a Europa cobraba en dólares y pagaba costos en pesos devaluados. Ganaba el doble que vendiendo al mercado local.


Segundo, el congelamiento salarial garantizaba que los trabajadores no pudieran recuperar poder adquisitivo. Entonces, cuando el precio de la carne subía (porque los frigoríficos preferían exportar), los laburantes no tenían forma de compensarlo con mejores sueldos.


Tercero, la eliminación de retenciones y de controles eliminó cualquier herramienta estatal para regular el mercado. Si faltaba carne adentro, no había mecanismo para frenar la exportación. El Estado renunció deliberadamente a intervenir.


¿Resultado?


Entre 1966 y 1970, el consumo per cápita de carne vacuna en Argentina cayó de 85 kilogramos por año a 72 kilogramos. Una caída de 13 kilos en cuatro años.


Y mientras tanto, las exportaciones batían récords. En 1969, Argentina exportó 600,000 toneladas de carne, el nivel más alto de la década.


Traducido: se exportó el equivalente a lo que comían 15 millones de argentinos en un año. Un tercio de la población.


Pero Krieger Vasena tenía una respuesta para las críticas. En una entrevista con el diario La Nación en agosto de 1968, dijo:


“Argentina debe entender que su rol en el mundo es producir alimentos para las naciones industrializadas. Pretender que toda la producción se consuma internamente es un error económico y estratégico. Nuestro desarrollo depende de exportar eficientemente.”


Leé esa frase de nuevo.


“Nuestro rol en el mundo es producir alimentos para las naciones industrializadas.”


No para nosotros. Para ellos.


Esa es la síntesis perfecta del modelo que se estaba consolidando. Argentina como granja. Los argentinos como mano de obra barata que produce comida para otros.


Y mientras Krieger Vasena explicaba su visión en entrevistas con diarios conservadores, en los barrios obreros la bronca crecía.


Porque la caída del consumo de carne no afectaba a todos por igual. En Barrio Norte, en Recoleta, en las zonas pudientes de Buenos Aires, la gente seguía comiendo asado tres o cuatro veces por semana. Quizás pagaban más, pero podían pagarlo.


En cambio, en los barrios industriales —Avellaneda, Berisso, Rosario, Córdoba— las familias obreras empezaron a reducir el consumo a una o dos veces por semana. Y en algunos casos, directamente lo eliminaron.


Un estudio del CONADE (Consejo Nacional de Desarrollo) de 1969 mostró que en el Gran Buenos Aires, el 40% de las familias obreras había reducido su consumo de carne a menos de una vez por semana. No por elección. Por imposibilidad económica.


Eso generó algo que hasta ese momento no había existido en Argentina: estratificación alimentaria por clase social.


Hasta los años 60, ricos y pobres comían asado. Obvio que los ricos comían mejores cortes y con más frecuencia, pero el asado dominical era un hecho transversal. Un laburante de frigorífico y un abogado de clase media alta compartían esa experiencia común.


Pero con Krieger Vasena, eso se rompió. El asado dejó de ser universal y se convirtió en privilegio de clase. Y cuando eso pasa, algo se quiebra en el tejido social. Porque la comida compartida es uno de los últimos espacios de igualdad simbólica. Cuando desaparece, la fractura social se vuelve insalvable.


Y la fractura explotó en mayo de 1969.


El Cordobazo no fue solo una protesta contra la dictadura. Fue una insurrección popular contra un modelo económico que estaba empobreciendo al pueblo mientras enriquecía a una élite exportadora. Los obreros de las fábricas automotrices de Córdoba, los estudiantes universitarios, los vecinos de los barrios populares, salieron a las calles y enfrentaron al Ejército durante dos días.


Murieron 30 personas. Hubo cientos de heridos. Y el gobierno de Onganía quedó herido de muerte.


Krieger Vasena renunció en junio de 1969. Onganía cayó en 1970. Pero el modelo exportador ya estaba instalado. Los ministros cambiaron. Las políticas continuaron.


Y lo peor estaba por venir.


III. LANUSSE Y LA TRANSICIÓN (1971-1973): PARÉNTESIS ENGAÑOSO

Después del Cordobazo, la dictadura de Onganía se volvió insostenible. Krieger Vasena renunció en junio de 1969. Onganía cayó en junio de 1970. Vino un breve gobierno militar de Levingston que duró menos de un año y no cambió nada.


Y en marzo de 1971 asumió el último dictador antes de las elecciones: Alejandro Lanusse.


Lanusse era un pragmático. Entendía que la dictadura se tenía que ir. El Cordobazo había mostrado que el modelo de Krieger Vasena no solo era económicamente perverso sino políticamente explosivo. La clase trabajadora argentina no iba a aceptar pasivamente que le quitaran la carne de la mesa.


Entonces Lanusse hizo dos cosas:


Primero, llamó a elecciones para 1973. Levantó la proscripción del peronismo (aunque mantuvo proscripto a Perón personalmente). Era un intento de descomprimir la bronca social canalizándola hacia las urnas.


Segundo, y esto es lo que nos importa acá, puso como ministro de Economía a Aldo Ferrer.


Ferrer no era un liberal ortodoxo como Krieger Vasena. Era un economista desarrollista, nacionalista, formado en la tradición de la CEPAL (Comisión Económica para América Latina). Creía que el Estado debía tener un rol activo en la economía. Creía que el desarrollo argentino no podía depender solo de exportar materias primas. Y creía —esto es clave— que el mercado interno era prioritario.


En octubre de 1971, Ferrer presentó su plan económico. No era revolucionario. No era estatista a ultranza. Pero sí intentaba corregir los excesos del modelo exportador que Krieger había consolidado.


Las medidas centrales en materia de ganadería fueron:


Reinstalación de retenciones a las exportaciones de carne: Los exportadores volvían a pagar un impuesto por vender al exterior. No era altísimo (alrededor del 10-15%), pero reducía la rentabilidad de exportar y desalentaba la salida indiscriminada de carne.


Controles de precios internos: El Estado volvía a fijar precios máximos para la carne en el mercado argentino. Los frigoríficos no podían cobrar lo que quisieran.


Cupos de exportación: Se establecían límites mensuales a cuánta carne podía salir del país. Si el consumo interno caía por debajo de cierto nivel, se reducían automáticamente los cupos.


Acuerdos con frigoríficos y ganaderos: Ferrer negoció con la Sociedad Rural y con los grandes frigoríficos para garantizar abastecimiento interno antes de exportar.


¿Funcionó?


Sí. Parcialmente.


Entre 1971 y 1972, el consumo per cápita de carne vacuna en Argentina subió de 72 kilogramos por año a 78 kilogramos. Seis kilos en un año. Era una recuperación significativa después de la caída brutal bajo Krieger Vasena.


Los precios internos se estabilizaron. Las familias obreras volvieron a poder comprar carne dos o tres veces por semana en lugar de una sola vez. Los comedores sindicales volvieron a servir asado los viernes. Era un alivio tangible.


Pero —y este “pero” es enorme— la corrección era superficial.


Porque Ferrer no desmontó la estructura profunda que Krieger Vasena había instalado. No podía. Era un ministro de una dictadura militar en retirada, con poder limitado, con presión internacional constante, y con un horizonte de dos años hasta las elecciones.


¿Qué estructura profunda?


La estructura que hacía que los frigoríficos pensaran en dólares y no en pesos. La estructura que hacía que los bancos dieran créditos preferenciales para exportación y no para mercado interno. La estructura que hacía que los ganaderos grandes miraran los precios de Chicago y Londres en lugar de los de Liniers. La estructura que subordinaba toda la economía ganadera argentina a la demanda externa.


Ferrer puso retenciones, controles y cupos. Era como poner semáforos en una autopista. Frenás un poco el tráfico, pero la autopista sigue ahí. Y los camiones siguen queriendo usarla.


Además, Ferrer gobernó solo dos años. De 1971 a 1973. Es muy poco tiempo para revertir algo que ya llevaba una década enquistándose en la estructura productiva del país.


Y había otra presión: el Fondo Monetario Internacional.


Argentina seguía endeudada. Seguía necesitando refinanciación de deuda. Y el FMI seguía diciendo lo mismo que decía desde 1958: “Tienen que exportar más. Tienen que abrir la economía. Tienen que dejar de subsidiar el consumo interno.”


Ferrer resistió esas presiones mientras pudo. Pero sabía que tenía los días contados. La dictadura se iba. Las elecciones estaban pautadas para marzo de 1973. Y todos sabían que el peronismo iba a ganar.


Entonces, ¿para qué servía el periodo de Ferrer?


Sirvió para demostrar tres cosas:


Primero: que era posible revertir parcialmente la caída del consumo si había voluntad política.


Segundo: que esa reversión era frágil, porque la estructura del modelo exportador ya estaba demasiado consolidada.


Tercero: que sin un cambio profundo —estructural, no solo administrativo— cualquier mejora iba a ser temporal.


Y sirvió también para generar una expectativa.


Cuando en marzo de 1973 asumió Héctor Cámpora (el candidato del peronismo, con Perón todavía proscripto pero tirando los hilos desde Madrid), había esperanza. La esperanza era que un gobierno popular, electo democráticamente, con respaldo sindical masivo, pudiera hacer lo que Ferrer no había podido: desmantelar el modelo exportador y recuperar la soberanía alimentaria.


Esa esperanza duró tres años.


Y terminó en tragedia.


IV. PERONISMO 1973-1976: EL INTENTO FALLIDO

El 25 de mayo de 1973, cuando Héctor Cámpora asumió la presidencia con el 49% de los votos, había en Argentina una esperanza concreta. No era una esperanza abstracta ni retórica. Era la esperanza de que un gobierno popular, electo democráticamente después de 18 años de proscripción, pudiera recuperar para el pueblo argentino lo que las dictaduras y los gobiernos entreguistas le habían quitado.


Y entre esas cosas que había que recuperar, la carne no era un tema menor. Era central.


Porque para el peronismo —el peronismo original, el de Perón, no el que vendría después— la soberanía alimentaria era parte inseparable de un proyecto nacional más amplio. No se podía hablar de patria libre si el pueblo no podía alimentarse. No se podía hablar de justicia social si los trabajadores no podían comer carne. No se podía hablar de soberanía si los recursos argentinos eran para otros.


Entonces, cuando Cámpora asumió el 25 de mayo y tres meses después Perón regresó definitivamente el 20 de junio de 1973 (asumiendo la presidencia el 12 de octubre), había un proyecto claro. Un proyecto que excedía largamente la política ganadera pero que la incluía como pieza clave.


¿Cuál era ese proyecto?


El Modelo Argentino para el Proyecto Nacional. El último legado que Perón proponía no era un proyecto sectario ni solo para peronistas. Era una convocatoria a la unidad de TODOS los argentinos —peronistas, radicales, empresarios nacionales, trabajadores, profesionales, militares patriotas— en defensa del interés nacional frente a la agresión externa.


La Tercera Posición. La Comunidad Organizada.


Ni capitalismo liberal ni comunismo soviético. Argentina con los argentinos. Recursos argentinos para el pueblo argentino. Estado presente pero no totalitario. Mercado libre pero regulado. Industrialización con inclusión social. Y, sobre todo, independencia económica.


No era retórica. Era la propuesta concreta de que todos los argentinos, más allá de sus diferencias políticas, se unieran para defender la soberanía nacional. Porque Perón sabía que el enemigo no era el vecino de otra ideología, sino el que desde afuera quería “comerse a la Argentina con cuchillo y tenedor”.


Y esa independencia económica tenía nombres concretos:


José Ber Gelbard, ministro de Economía (mayo 1973 – octubre 1974), empresario industrial, presidente de la CGE (Confederación General Económica), arquitecto del Pacto Social entre empresarios, sindicatos y Estado.


José López Rega, Ministro de Bienestar Social, con el lema explícito: “Carne para el pueblo”.


Isabel Martínez de Perón, vicepresidenta (que asumiría la presidencia tras la muerte de Perón en julio 1974), impulsora de la nacionalización de los depósitos bancarios para romper el poder de la banca privada concentrada.


Y en materia energética, la nacionalización de las bocas de expendio de combustible para recuperar el control sobre un recurso estratégico.


No era solo retórica. Eran medidas concretas contra la agresión financiera externa y contra los sectores concentrados internos que desde 1955 habían trabajado para desmantelar el peronismo.


Porque acá hay que decir algo que se omite sistemáticamente: Perón nunca perdió una elección.


Leé bien eso. Nunca. Perdió. Una. Elección.


En 1946, ganó. En 1951, ganó con el 62%. En 1973, volvió a ganar con el 62%.


Entonces, ¿cómo lo sacaron?


En 1955, lo sacaron bombardeando la Plaza de Mayo. El 16 de junio de 1955, aviones de la Marina Argentina arrojaron múltiples bombas de 500 kilogramos cada una sobre civiles inocentes que estaban reunidos en la plaza. Mataron a más de 300 personas. Mujeres, hombres, chicos. Argentinos que estaban ahí simplemente porque apoyaban a Perón.


Y en septiembre de 1955, cuando el golpe definitivo se consumó, Perón se fue para evitar una guerra civil. Prefirió el exilio antes que entregar armas a los trabajadores para que defendieran el gobierno. Porque sabía que una guerra civil devastaría al país.


Pero los que lo derrocaron no se conformaron con sacarlo. Quisieron borrar todo rastro de lo que había hecho.


Y acá viene algo que te va a helar la sangre.


En 1972 —un año antes del retorno definitivo de Perón a Argentina— el historiador británico H.S. Ferns, profesor de la Universidad de Birmingham, Inglaterra, publicó el segundo tomo de su obra “La Argentina”.


Ferns no era peronista. Era un académico inglés. Y en la página 247 de ese libro escribió:


“Como no sea mediante una guerra civil devastadora, resulta muy difícil imaginar cómo puede deshacerse la Revolución efectuada por Perón”


Leé esa frase de nuevo.


Un historiador británico, en 1972, diciendo que para deshacer el peronismo se necesitaba una “guerra civil devastadora”.


Cuatro años después: dictadura genocida 1976-1983. Treinta mil desaparecidos.


No era predicción académica. Era advertencia imperial. Era el análisis frío de un representante intelectual de los intereses británicos sobre Argentina. Inglaterra sabía lo que había que hacer para recuperar el control sobre Argentina. Y lo dijeron en voz alta.


Porque Argentina bajo Perón había dejado de ser lo que había sido durante un siglo: la granja de Inglaterra. El país que “absorvió entre el 40 y el 50% de todas las inversiones fuera del Reino Unido” (Ferns, Tomo I, pág. 397). El país que producía carne, trigo y lana para las mesas británicas mientras los argentinos trabajaban de peones.


Perón había roto eso. Había nacionalizado los ferrocarriles británicos. Había nacionalizado el comercio exterior. Había industrializado el país. Había dado derechos laborales. Había distribuido riqueza. Y —esto es clave para nuestro tema— había garantizado que los trabajadores argentinos comieran carne todos los días.


Y ahora, en 1973, volvía.


Entonces, el modelo peronista 1973-1976 no era solo “poner controles de precios sobre la carne”. Era intentar recuperar un proyecto nacional que había sido destruido sistemáticamente durante 18 años.


Y en materia ganadera, las medidas fueron claras:


1. El Pacto Social de Gelbard (junio 1973):


Gelbard negoció un acuerdo tripartito entre empresarios (incluyendo ganaderos y frigoríficos), sindicatos y Estado. El objetivo era controlar la inflación sin ajuste. ¿Cómo? Los empresarios aceptaban congelar precios, los sindicatos aceptaban moderación salarial pero con garantía de poder adquisitivo, y el Estado garantizaba abastecimiento y regulación.


En carne, esto significaba:


Precios máximos en el mercado interno: Los frigoríficos no podían cobrar lo que quisieran.


Cupos de exportación estrictos: Solo se exportaba lo que sobraba después de abastecer al mercado interno.


Retenciones a las exportaciones: Los que exportaban pagaban impuestos.


Acuerdos con la Sociedad Rural: Se negociaba producción garantizada para mercado local.


2. “Carne para el pueblo” de López Rega:


López Rega, desde Bienestar Social, coordinó programas para garantizar abastecimiento de carne en comedores sindicales, escolares y comunitarios. La lógica era: primero comen los argentinos, después se exporta.


3. Control de frigoríficos:


Se intervinieron frigoríficos que acaparaban hacienda para especular con precios o para exportar ilegalmente. No fue represión arbitraria: fue hacer cumplir la ley que decía que el abastecimiento interno era prioritario.


¿Funcionó?


Sí. Temporalmente.


Entre 1973 y 1975, el consumo per cápita de carne vacuna en Argentina subió de 75 kilogramos por año a 80 kilogramos. Cinco kilos de recuperación. Las familias obreras volvieron a comer asado dos o tres veces por semana. Los comedores escolares volvieron a servir carne. El domingo de asado volvió a ser posible para millones de argentinos.


Pero la presión contra ese modelo fue brutal.


Desde afuera:


El FMI exigía apertura, liberalización, eliminación de controles.


Acreedores externos condicionaban refinanciación de deuda a “reformas estructurales” (léase: desmantelar controles).


Organismos internacionales presionaban para que Argentina “se insertara en el mundo” exportando más.


Desde adentro:


Los ganaderos exportadores boicoteaban sistemáticamente. Retenían hacienda, no la enviaban a faena, esperaban que subieran los precios o que se abriera la exportación.


Los frigoríficos exportaban ilegalmente, subfacturaban, ocultaban stocks.


Los medios concentrados (La Nación, La Prensa, Clarín) bombardeaban editorialmente contra el “intervencionismo estatal”, la “economía cerrada”, el “populismo irresponsable”.


Sectores de las Fuerzas Armadas conspiraban abiertamente. Esperaban el momento para volver al poder.


Y había algo más: la inflación.


Porque el Pacto Social funcionaba si todos cumplían. Pero sectores empresariales no cumplían. Remarcaban precios ilegalmente. Acaparaban mercadería. Provocaban desabastecimiento artificial para justificar aumentos.


Gelbard intentó controlar esto con inspecciones, multas, intervenciones. Pero la maquinaria estatal era insuficiente frente a la magnitud del sabotaje económico.


Y cuando Perón murió el 1 de julio de 1974, todo se aceleró.


Isabel Martínez de Perón asumió la presidencia. No tenía el liderazgo político de Perón. No tenía el respaldo sindical sólido. No tenía experiencia de gobierno. Y estaba rodeada de presiones contradictorias.


Gelbard renunció en octubre de 1974. Su reemplazo, Alfredo Gómez Morales, intentó continuar el modelo pero con menos herramientas y menos poder político.


Y entonces vino el Rodrigazo.


Junio de 1975. Celestino Rodrigo, nuevo ministro de Economía, representaba el primer intento exitoso del liberalismo de infiltrar un peón propio dentro del gobierno peronista. No era un accidente. Era el caballo de Troya que aplicaría el plan que el FMI y los sectores concentrados necesitaban pero que Perón había frenado.


Rodrigo aplicó un ajuste salvaje:


Devaluación del 100%: el dólar pasó de 10 pesos a 20 pesos de un día para otro.


Aumentos de tarifas: luz, gas, transporte, todo se duplicó o triplicó.


Liberación de precios: se eliminaron controles, los empresarios podían cobrar lo que quisieran.


Congelamiento salarial: los trabajadores no podían pedir aumentos.


El objetivo explícito era “sincerar la economía” (siempre el mismo verso). El objetivo real era romper el Pacto Social y disciplinar a los trabajadores.


La CGT respondió con un paro general histórico. Dos días de paro total. El país paralizado. Isabel tuvo que echar a Rodrigo. Pero el daño estaba hecho.


La inflación se disparó. Los precios de la carne se fueron al cielo. Los ganaderos aprovecharon para exportar masivamente (porque con el dólar alto, exportar era mucho más rentable). El mercado interno quedó desabastecido.


Y el consumo de carne empezó a caer otra vez.


Para marzo de 1976, cuando el golpe militar finalmente se consumó, el consumo per cápita ya había vuelto a caer a 75 kilogramos por año. Lo mismo que en 1973. Los tres años de recuperación, borrados.


Pero el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976 no fue solo para “restablecer el orden” o “combatir la subversión”. Esas fueron las excusas. El objetivo real era desmantelar definitivamente el proyecto peronista. Todo. La industria nacional, los sindicatos, los derechos laborales, la redistribución de riqueza.


Y la soberanía alimentaria.


La dictadura 1976-1983 no fue un paréntesis. Fue la “guerra civil devastadora” que el historiador británico H.S. Ferns había anunciado en 1972.


Y cuando pusieron a José Alfredo Martínez de Hoz como ministro de Economía, sabían exactamente qué estaban haciendo.


No era casualidad que Martínez de Hoz fuera empresario ganadero, miembro destacado de la Sociedad Rural, con vínculos estrechos con el FMI y los acreedores internacionales.


No era casualidad.


Era diseño.


Y lo que vino después —lo veremos en la próxima sección— fue la consolidación más brutal del modelo exportador que Argentina haya conocido. Con genocidio mediante.


Porque para “comerse a la Argentina con cuchillo y tenedor”, como bien decís Elio, primero había que matar a los que resistían. Y después había que quitarles el asado a los que quedaban.


Ambas cosas las hicieron.


V. MARTÍNEZ DE HOZ Y LA CATÁSTROFE (1976-1983): NEOLIBERALISMO AUTORITARIO

El 24 de marzo de 1976, cuando la Junta Militar derrocó a Isabel Perón, el primer nombre que sonó para ministro de Economía fue José Alfredo Martínez de Hoz. No era casualidad. Era continuidad.


Martínez de Hoz no era un tecnócrata neutral. Era la encarnación viviente de un linaje de entrega que atravesaba 170 años de historia argentina.


Su ancestro, José Martínez de Hoz, comerciante español llegado a fines del siglo XVIII, dedicado al tráfico de esclavos y al comercio de sebo y cueros, fue nombrado administrador de aduanas por los invasores británicos durante la ocupación de Buenos Aires en 1806 bajo las órdenes del general Beresford. Y el 22 de mayo de 1810, en el Cabildo Abierto que definiría el futuro de estas tierras, votó por la lealtad a España, contra la independencia.


Esa tradición familiar de subordinación a intereses extranjeros no se había interrumpido. José Toribio Martínez de Hoz, fundador de la Sociedad Rural Argentina en 1866, recibió 2.500.000 hectáreas después de la Conquista del Desierto —la Sociedad Rural financió la campaña—. José Alfredo Martínez de Hoz (1895-1976), abuelo del ministro, fue presidente de la Sociedad Rural entre 1946 y 1950, justamente durante el gobierno de Perón que intentó romper el poder terrateniente.


Y ahora, en marzo de 1976, José Alfredo Martínez de Hoz (1925-2013) llegaba al Ministerio de Economía de una dictadura genocida con un currículum impecable para los intereses que representaba:


Ejecutivo de Acindar (subsidiaria de US Steel)


Miembro del directorio de Pan American Airways


Miembro del directorio de ITT (International Telegraph & Telephone)


Asesor del Chase Manhattan Bank


Ejecutivo de Bracht, grupo Soldati, Braun Boveri, banca Roberts


Estanciero ganadero, miembro destacado de la Sociedad Rural Argentina


Cuando lo pusieron como ministro de Economía, sabían exactamente qué estaban haciendo. Y cuando él diseñó su política ganadera, sabía exactamente a quién servía.


LA POLÍTICA GANADERA DE LA DICTADURA

El plan económico de Martínez de Hoz se presentó con nombres pomposos: “apertura”, “modernización”, “inserción en el mundo”. Pero en materia ganadera, las medidas fueron brutalmente simples:


1. Eliminación total de retenciones a las exportaciones de carne


Los frigoríficos y ganaderos que exportaban dejaron de pagar impuestos. Exportar carne pasó a ser el negocio más rentable de Argentina. Vender al mercado interno, una pérdida de oportunidad.


2. Tipo de cambio favorable a exportadores


La famosa “tablita cambiaria” de Martínez de Hoz fijaba el valor del dólar con anticipación, lo que permitía a los exportadores calcular ganancias futuras con certeza. Mientras tanto, el peso se sobrevaluaba artificialmente, lo que abarataba las importaciones pero encarecía la producción local.


Para los frigoríficos, esto significaba: vender carne afuera en dólares, pagar costos adentro en pesos sobrevaluados. Ganancia doble.


3. Créditos subsidiados para frigoríficos exportadores


El Estado —que supuestamente no debía “intervenir”— otorgaba créditos con tasas preferenciales a los frigoríficos que exportaban. La lógica era perversa: el pueblo argentino, a través de sus impuestos, subsidiaba que le sacaran la carne de la boca.


4. Represión sindical que impedía protestar


Y acá está la diferencia clave con todos los gobiernos anteriores.


Cuando Krieger Vasena subió el precio de la carne en 1967, vino el Cordobazo. Cuando el Rodrigazo lo intentó en 1975, vino la huelga general que lo volteó.


Pero en 1976-1983, protestar significaba desaparecer.


Los sindicatos de trabajadores frigoríficos, los de trabajadores rurales, los que organizaban ollas populares en los barrios, todos fueron infiltrados, perseguidos, desmantelados. Los delegados, desaparecidos. Las comisiones internas, disueltas.


No había huelgas por “carne a precio popular” porque hacer una huelga te llevaba a un centro clandestino de detención.


El terror era parte del modelo económico.


LOS NÚMEROS DE LA CATÁSTROFE

Entre 1976 y 1983, el consumo per cápita de carne vacuna en Argentina cayó de 75 kilogramos por año a 65 kilogramos. Diez kilos menos en siete años.


Pero ese promedio nacional esconde una fractura social brutal.


Un estudio del CESNI (Centro de Estudios sobre Nutrición Infantil) de 1980 mostró que en el Gran Buenos Aires, el 40% de las familias obreras comía carne menos de una vez por semana. No una vez por semana. Menos de una vez por semana.


Traducido: había familias que pasaban diez, quince días sin comer carne.


Y mientras tanto, en Barrio Norte, en Recoleta, en las zonas pudientes de Buenos Aires, en las estancias de la Sociedad Rural, el consumo seguía igual o incluso aumentaba. Los cortes de exportación —el lomo, el bife de chorizo, el ojo de bife— se vendían en las carnicerías exclusivas de siempre.


La geografía del hambre era precisa.


En el Conurbano bonaerense, en Rosario, en Córdoba, en los barrios obreros de las ciudades industriales que la dictadura estaba desmantelando, las familias reemplazaban la carne por polenta, por fideos, por arroz. Los comedores escolares dejaron de servir guisos con carne y empezaron a servir sopa de verduras. Las ollas populares de las parroquias hacían milagros con lentejas y papas.


El asado dominical, que había sido un hecho transversal de la cultura argentina durante décadas, se convirtió en privilegio de clase.


Un trabajador metalúrgico de Villa Constitución ganaba en 1980 un salario que apenas le alcanzaba para comer carne dos veces al mes. Un abogado de clase media alta comía asado todos los domingos sin problemas. Un estanciero de la Sociedad Rural exportaba su producción a Europa y cenaba bife de chorizo todas las noches.


La fractura no era solo económica. Era nutricional. Era física. Era sanitaria.


Porque cuando un chico de una familia obrera del Conurbano no come carne durante semanas, su desarrollo se frena. Su anemia se dispara. Su capacidad de concentración cae. Su resistencia a enfermedades baja.


Y cuando eso se multiplica por millones de chicos durante siete años, se genera una brecha biológica entre clases sociales.


Los hijos de los ricos crecían más altos, más fuertes, más sanos. Los hijos de los trabajadores crecían anémicos, débiles, enfermos.


La dictadura no solo mató 30,000 personas. También debilitó físicamente a una generación entera de argentinos.


Era un doble genocidio: el de los desaparecidos y el del hambre planificado.


EL MISMO PATRÓN: DESTRUIR LO NACIONAL

Y acá viene algo que hay que entender: Martínez de Hoz aplicó la misma lógica en todos los frentes.


El 22 de mayo de 1979 —tres años después del golpe— cerró IME (Industrias Mecánicas del Estado), la fábrica estatal que producía el Rastrojero, ese utilitario que dominaba el 78% del mercado de pick-ups diesel en Argentina.


El cierre no fue por ineficiencia. IME tenía 3,000 empleados, 70 proveedores, 100 concesionarios, y controlaba casi 8 de cada 10 pick-ups diesel vendidas en el país.


El cierre fue por pedido explícito de Ford y Volkswagen.


Los testimonios de trabajadores del Rastrojero lo confirman: Ford exigió el cierre para poder vender su F-100 sin competencia.


Martínez de Hoz, con sus vínculos empresariales en multinacionales automotrices, cumplió la orden. El decreto 1448/80 del 11 de abril de 1980 cerró definitivamente IME.


La lógica era la misma que en ganadería: si no podés competir, destruís la competencia.


Ford no podía competir con el Rastrojero porque el Rastrojero era más barato, más robusto, más fácil de reparar, y los chacareros y productores argentinos lo preferían. Entonces, en lugar de mejorar su producto, Ford pidió que eliminaran al competidor. Y Martínez de Hoz obedeció.


Con la carne pasó lo mismo. Los ganaderos argentinos que vendían al mercado interno no podían competir con los precios que pagaban los importadores europeos y estadounidenses. Entonces, en lugar de regular para garantizar abastecimiento nacional, Martínez de Hoz liberó todo para que exportaran sin límites.


El resultado: industria nacional destruida, soberanía alimentaria destruida, pueblo debilitado.


Todo parte del mismo plan.


LA FRASE QUE LO RESUME TODO

En una entrevista con el diario La Nación en agosto de 1979, Martínez de Hoz dijo:


“La Argentina debe especializarse en aquello para lo que tiene ventajas comparativas naturales. Nuestra vocación es producir alimentos y materias primas para el mundo desarrollado. Pretender industrializarnos o consumir internamente toda nuestra producción es un error histórico que nos condenó al atraso.”


Leé esa frase de nuevo.


“Nuestra vocación es producir alimentos y materias primas para el mundo desarrollado.”


No para nosotros. Para ellos.


Argentina como granja. Los argentinos como peones que producen comida para las mesas europeas y norteamericanas mientras sus propios hijos crecen anémicos.


Esa era —y sigue siendo— la visión de las élites que Martínez de Hoz representaba.


Y cuando en diciembre de 1983 la dictadura cayó y asumió Raúl Alfonsín, había esperanza de que algo cambiaría.


Pero el modelo exportador ya estaba tan enquistado en la estructura económica argentina que revertirlo iba a ser casi imposible.


Y de hecho, no se revirtió.


VI. ALFONSÍN Y LA ADMINISTRACIÓN DE LA POBREZA (1983-1989)

El 10 de diciembre de 1983, cuando Raúl Alfonsín asumió la presidencia después de siete años de dictadura genocida, había en Argentina una esperanza enorme. La democracia volvía. Los milicos se iban. El pueblo había votado masivamente por el cambio.


Pero había algo que Alfonsín no iba a intentar: reconstruir el modelo integral de desarrollo que Perón había propuesto en su último regreso.


Porque Alfonsín había sido el principal opositor interno, dentro del radicalismo, a la propuesta de unidad nacional que Perón y Balbín habían intentado construir entre 1972 y 1974.


Cuando en 1972 Perón sondeó la posibilidad de una fórmula Perón-Balbín —que hubiera significado una alianza estratégica entre peronismo y radicalismo para enfrentar juntos a los poderes concentrados— fue Alfonsín quien se opuso desde el sector Renovación y Cambio. Y en 1974, cuando Perón le pidió a Balbín que fuera su vicepresidente, fue Alfonsín —que controlaba el radicalismo de la provincia de Buenos Aires— quien bloqueó el acuerdo argumentando que “se perdía la identidad partidaria”.


Carlos Leyba, economista que trabajó con Gelbard en el Pacto Social, lo resumió décadas después: “Quizás hubiera sido distinta la historia luego de la muerte de Perón si el vice hubiera sido Balbín.”


Hubiera sido distinta, sí. Porque con Balbín de vice, López Rega no hubiera llegado al poder. Celestino Rodrigo no hubiera implementado el Rodrigazo. Y la dictadura genocida de 1976 hubiera tenido mucho más difícil justificar su golpe.


Pero Alfonsín, en 1974, priorizó la “identidad partidaria” por sobre la unidad nacional.


Y en 1983, cuando asumió la presidencia, aplicó la misma lógica: no reconstruir un modelo integral de desarrollo, sino administrar la pobreza que la dictadura había generado.


LAS CAJAS PAN: PRIMERA POLÍTICA DE ADMINISTRACIÓN DE LA POBREZA

El 15 de marzo de 1984, el Congreso aprobó la Ley 23.056 que creaba el Programa Alimentario Nacional (PAN). La primera política alimentaria masiva en la historia argentina.


¿Por qué la primera? Porque nunca antes había sido necesaria.


Como dijo Daniel Arroyo, ex ministro de Desarrollo Social: “Con el PAN fue la primera vez que el Estado entregó cajas de alimento porque antes no hacía falta. Hasta ese entonces, en la Argentina te podía pasar cualquier cosa menos no comer.”


Las cajas PAN contenían: 2 kilogramos de leche en polvo, 1 kilo de fideos, 1 kilo de arroz, 1 kilo de porotos, 2 kilos de harina de trigo, 1 kilo de carne enlatada, 2 kilos de harina de maíz y 2 litros de aceite.


Se repartían 1,2 millones de cajas mensuales. Costaban al Estado entre 150 y 170 millones de dólares anuales. Y cubrían, según cifras oficiales, el 30% de las necesidades nutricionales de una familia de cuatro personas.


Treinta por ciento.


No era una política para eliminar el hambre. Era una política para administrar el hambre. Para que la gente no se muriera de inanición, pero tampoco comiera bien.


El programa estaba dirigido por Enrique “Coti” Nosiglia y Fernando Alfonsín, hermano del presidente. Y desde el inicio estuvo plagado de denuncias de clientelismo político.


En Tucumán, en 1985, se denunció la repartija de cajas PAN a cambio de votos radicales antes de las elecciones. El delegado del PAN en la provincia, Domingo Alberti, fue acusado de usar el programa con fines partidarios. Hernán Salas, titular del Siprosa, denunció que el 43,5% de la población de Tucumán recibía cajas PAN, una cifra que hacía evidente el uso electoral del programa.


El propio Aldo Neri, ministro de Salud y Acción Social, reconoció años después: “Algún grado de clientelismo hubo, pero había mecanismos de control para acotarlo. Y recuerdo que la cuota de clientelismo se usó más en las luchas internas de los partidos tanto radical como peronista.”


Traducido: las cajas PAN se usaban para comprar voluntades políticas.


Antonio Cafiero, gobernador de Buenos Aires en 1987, lo dijo sin eufemismos: “Las cajas PAN son limosnas que enturbian la mente de los argentinos.”


Y María Julia Alsogaray fue aún más dura: el PAN era culpable de “una generación de niños del Estado”.


Tenían razón.


Porque el PAN no era un programa para recuperar la soberanía alimentaria. No era un programa para volver a producir alimentos en Argentina y que los argentinos comieran bien. Era un programa para repartir cajas a cambio de lealtad política.


Era la antítesis del modelo que Perón había propuesto en 1973: el Modelo Argentino para el Proyecto Nacional, que apostaba a la unidad de TODOS los argentinos —no solo de los peronistas— para desarrollar la industria, la producción agropecuaria y la soberanía alimentaria.


Alfonsín, que se había opuesto a esa unidad nacional, implementó en cambio la fragmentación: cajas para los pobres, mercado para los que podían pagar, y exportaciones para los que concentraban la riqueza.


La ley estipulaba que el PAN duraría dos años. Pero se mantuvo hasta 1989.


Porque la pobreza no disminuyó. Al contrario: creció.


GRINSPUN, SOURROUILLE Y EL FRACASO DE LA POLÍTICA GANADERA

Entre 1983 y 1985, el ministro de Economía Bernardo Grinspun intentó recuperar algo de soberanía alimentaria. Implementó controles de precios sobre la carne, estableció cupos de exportación, presionó a frigoríficos para que priorizaran el mercado interno.


Y funcionó. Parcialmente.


El consumo de carne subió de 65 kilogramos en 1983 a 68 kilogramos en 1984. Las familias obreras volvieron a comer asado una vez por semana. Los comedores escolares volvieron a servir guisos con carne.


Pero la presión fue brutal.


Desde afuera: el FMI exigía “liberalización”, “apertura”, “eliminación de controles”. Los acreedores de la deuda externa —que Martínez de Hoz había multiplicado por diez— condicionaban cada refinanciación a “reformas estructurales”.


Desde adentro: la Sociedad Rural bombardeaba editorialmente. Los frigoríficos presionaban. Los medios concentrados acusaban a Grinspun de “intervencionismo obsoleto”.


En febrero de 1985, Alfonsín sacó a Grinspun y puso a Juan Vital Sourrouille.


Sourrouille era ortodoxo. Y en junio de 1985 lanzó el Plan Austral: nueva moneda, congelamiento de precios y salarios, reducción del déficit fiscal. La inflación bajó del 30% mensual al 2% mensual.


Pero en materia ganadera, el Plan Austral no tocó la estructura exportadora. Dejó que “el mercado” regulara.


Entonces el consumo de carne se volvió errático:


1984 (con Grinspun): 68 kg


1985 (Plan Austral): 70 kg


1987: 72 kg (el máximo del período)


1988: 68 kg


1989 (hiperinflación): 62 kg


No había política ganadera estructural. Había parches.


LOS POLLOS DE MAZZORÍN: CUANDO ALFONSÍN MANDÓ PUDRIR LA CARNE

Y en ese contexto apareció el escándalo que simbolizó el fracaso de la política alimentaria alfonsinista: los pollos de Mazzorín.


Ricardo Mazzorín era el secretario de Comercio Interior. En 1986, ante un lock-out de productores de pollos y la presión de multinacionales como Cargill para mantener precios altos, Mazzorín decidió importar 38.103 toneladas de pollos de Hungría.


El costo: 50 millones de dólares.


El objetivo: bajar los precios internos y que la gente pudiera comer pollo.


Pero Alfonsín, presionado por la oligarquía avícola y vacuna, dio marcha atrás.


Según un cable de la agencia NA del 27 de junio de 1988, Alfonsín declaró: “No quiero oír nunca más hablar de vedas de carne”, en alusión al proyecto de reemplazar parcialmente el consumo de vacunos por aves.


Y entonces el gobierno mandó a pudrir los pollos en los frigoríficos.


De las 38.103 toneladas importadas, el 80% se vendió sin problemas. Pero el 20% —unas 7.600 toneladas— se echó a perder porque el gobierno las dejó almacenadas en frigoríficos privados, pagando alquileres con dinero del Estado, sin venderlas.


¿Por qué? Porque Alfonsín había cedido ante la presión de los oligarcas ganaderos.


Como escribió el periódico Prensa Obrera: “No fue Sourrouille, sino Alfonsín quien dejó pudrir los pollos en los frigoríficos (…) El gobierno mandó a pudrir los pollos para permitir la suba de los beneficios de la oligarquía vacuna y avícola.”


En junio de 1988, cuando el escándalo estalló, los medios hablaban de “camiones fantasmas” recorriendo Buenos Aires con pollos podridos. Se decía que los pollos venían de Chernobyl y estaban contaminados. Se hablaba de corrupción masiva.


Mazzorín renunció el 24 de junio de 1988. Fue procesado. Y recién en 1995 —siete años después— fue sobreseído.


Pero el daño estaba hecho.


Cincuenta millones de dólares tirados a la basura. Siete mil seiscientas toneladas de carne pudriéndose en frigoríficos mientras familias enteras pasaban hambre.


Y todo porque Alfonsín había priorizado los intereses de la oligarquía ganadera por sobre la alimentación del pueblo.


LA HIPERINFLACIÓN Y LOS SAQUEOS

Entre febrero y julio de 1989, Argentina vivió una pesadilla.


La inflación llegó al 200% mensual. Los precios cambiaban todos los días. Los salarios se licuaban en horas.


Y en mayo de 1989 empezaron los saqueos.


Rosario primero. Después Córdoba, Buenos Aires, el Conurbano. Familias enteras entrando a supermercados, a carnicerías, a almacenes, y llevándose comida.


¿Y qué era lo primero que desaparecía de las carnicerías saqueadas?


La carne.


Un testimonio de un carnicero del Conurbano, registrado en Clarín el 28 de mayo de 1989:


“Se llevaron todo. Pero no fue saqueo vandálico. Fue saqueo con hambre. Eran familias. Madres con chicos. Se llevaban carne, nada más. Una señora me dijo llorando: ‘Perdón, pero hace dos meses que mis hijos no comen asado’. ¿Qué le iba a decir?”


Dos meses sin comer asado. En Argentina. En 1989.


A 33 años del modelo exportador iniciado por Frondizi y Alsogaray. A 13 años del genocidio de Martínez de Hoz.


Los saqueos fueron la expresión más brutal del fracaso de la democracia en recuperar la soberanía alimentaria.


Alfonsín renunció el 30 de junio de 1989, seis meses antes de terminar su mandato.


El proyecto alfonsinista había fracasado. No por mala voluntad. Sino porque Alfonsín nunca intentó romper el modelo exportador.


Al contrario: lo administró.


Con cajas PAN para los pobres. Con pollos podridos para no molestar a la oligarquía. Con una política alimentaria que no apuntaba a la soberanía sino al asistencialismo.


Grinspun lo intentó con controles. No alcanzó.


Sourrouille lo intentó con estabilización. No alcanzó.


Alfonsín lo intentó con resistencia a los acreedores. No alcanzó.


Porque Alfonsín, que en 1974 se había opuesto a la unidad nacional propuesta por Perón y Balbín, en 1983 implementó la fragmentación nacional: ricos que exportan, clase media que compra, pobres que reciben cajas.


Y cuando en julio de 1989 Carlos Menem asumió la presidencia prometiendo “revolución productiva” y “salariazo”, pocos imaginaban que lo que vendría sería la consolidación definitiva del modelo que había empezado 30 años atrás.


Porque Menem no iba a intentar romper el modelo exportador.


Iba a profundizarlo hasta niveles inimaginables.


PRÓXIMO ENSAYO (Sábado 03/01/2026):

Ensayo 2B: “Democracia sin Soberanía (1989-2024)”


Elio Guida, 2025

Rosario, Argentina


Se permite la reproducción total o parcial citando la fuente.

Este ensayo forma parte de la serie “El Fogón Soberano: Del brahmanismo a Davos: una historia del control nutricional y la debilitación deliberada de los pueblos”