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La internacional progresista y el kirchnerismo: cuándo se deja de ser peronista

Recuperar la Tercera Posición implica volver a medir la política por su capacidad de organizar trabajo, producir autonomía y preservar cultura, antes que por su habilidad para administrar agendas globales o construir antagonismos rentables.

28/12/2025

Por Luis Gotte

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La Internacional Progresista, lanzada en Londres en 2003 bajo el impulso de Tony Blair y con el respaldo teórico de Anthony Giddens y Peter Benjamín Barón de Mandelson, representó un intento de redefinir la centroizquierda global en clave de gobernanza cosmopolita. Su propuesta era clara: abandonar las viejas formas de la socialdemocracia clásica y sustituirlas por un modelo de Estado gestor, eficiente y compatible con los estándares de la globalización.

En ese marco, la invitación a Néstor Kirchner para participar de la cumbre no fue un gesto menor. Significó la entrada simbólica de la Argentina en un espacio político que concebía la soberanía nacional como un obstáculo a superar y la cultura nacional como un elemento secundario frente a la diversidad cosmopolita. Desde allí se abrió un camino que terminaría vinculando al kirchnerismo con el Foro de São Paulo, el Grupo de Puebla y finalmente con la Agenda 2030, todos dispositivos que, con matices, comparten la idea de que el progresismo debe articularse en redes transnacionales más que en doctrinas nacionales.

El problema de fondo es que el peronismo, como doctrina, se funda en una tríada irreductible: soberanía política, justicia social y comunidad organizada. Estas tres dimensiones no son intercambiables ni negociables, porque constituyen la identidad misma del movimiento. El pueblo, en la tradición justicialista, no es un significante vacío ni una categoría discursiva disponible para ser manipulada según las necesidades del momento. Es un sujeto concreto, con historia, con trabajo, con cultura y con fe. El gobierno, en la visión peronista, no es un mero gestor de políticas públicas, sino el árbitro soberano que organiza la economía nacional y garantiza la dignidad de los trabajadores y el Estado son los aparatos de gobierno para vehiculizar las políticas públicas. La comunidad, organizada libremente, finalmente, no es una agregación de audiencias ni una coalición circunstancial, sino una trama viva de instituciones, sindicatos, cooperativas y organizaciones territoriales que sostienen la vida social. Cuando estas dimensiones se desarticulan, lo que queda puede conservar símbolos y retórica, pero ya no es peronismo.

El kirchnerismo, desde su primer momento, asumió elementos del progresismo global y del populismo laclausiano. La introducción de las ideas de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe en el corazón del peronismo significó un giro conceptual decisivo. Allí el pueblo dejó de ser comunidad concreta para convertirse en significante vacío, articulado discursivamente a través de antagonismos. La política se redujo a la construcción de fronteras morales entre el “otro” y un “nosotros”, útil para movilizar pero insuficiente para una gobernabilidad equilibrada. Al mismo tiempo, la adhesión a agendas globales estandarizó fines y medios, reduciendo el margen de autonomía doctrinal y subordinando la política industrial y cultural a parámetros externos. El resultado fue una identidad híbrida: alta politización comunicacional, baja densidad organizativa, prioridad de legitimidades externas (extractivitas y cultureless) sobre soberanía material.

Se deja de ser peronista cuando se sustituye la soberanía por la gestión, el sujeto social por la audiencia y la comunidad organizada por la comunicación. Se deja de ser peronista cuando la cultura nacional se cosmopolitiza sin anclaje y el federalismo se subordina al centralismo/agenda global. Se deja de ser peronista cuando la política se mide por su capacidad de administrar consensos internacionales y no por su potencia para organizar trabajo, producir autonomía y preservar la cultura nacional. En ese sentido, el kirchnerismo constituye un caso paradigmático del desplazamiento doctrinal: conserva la estética nacional-popular, pero opera bajo racionalidades externas. Su discurso se sostiene en antagonismos rentables, su práctica en la gestión tecnocrática y su horizonte en la compatibilidad con estándares globales.

La Internacional Progresista fue el punto de partida de esta mutación. Allí se definió que el progresismo debía ser global, cosmopolita y gerencial. El kirchnerismo aceptó esa invitación y la tradujo en un proyecto que, aunque se presenta como heredero del peronismo, se distancia de su núcleo doctrinal. 

La consecuencia es una crisis de representación: el pueblo argentino no encuentra en ese discurso la articulación entre justicia social, soberanía política, independencia económica, cultural nacional y comunidad organizada que siempre caracterizó al justicialismo. Lo que se ofrece es un híbrido tecnocrático, emocionalmente saturado e ideológicamente desarraigado. Por eso, más allá de los resultados electorales, el desafío sigue siendo el mismo: recuperar la Doctrina como praxis concreta, volver a encarnar al pueblo como sujeto histórico y reconstruir la Comunidad Organizada como arquitectura institucional. Solo así el peronismo puede vencer al tiempo, como advirtió Juan Perón, y evitar que la política se reduzca a un juego de sombras en la caverna de la globalización.